¿A quién no le ha pasado? Tras horas aguantando una velocidad insoportablemente lenta en internet, después de haberle echado la culpa a la compañía telefónica, al último miembro de la familia que tocó el dispositivo y al dependiente que me lo vendió, llamo al servicio técnico, pero, al otro lado del teléfono, nadie responde como uno desearía.
Uno querría que un ingeniero de telecomunicaciones o una experta en ciberseguridad le pidiera perdón por un colapso a nivel mundial de la red o que le ayudara a reconfigurar el protocolo TCP/IP del ordenador que ha desconfigurado el niño o, si acaso, que le explicara que el fabricante de su dispositivo había reportado un fallo de fabricación en ese modelo que hacía que la velocidad de navegación bajara considerablemente. Pero no. En su lugar, una típica voz de callcenter, tras largarme la consabida retahíla de protección de datos, de que la llamada puede ser grabada y de que al final le ponga un nueve en la valoración, me suelta como solución al problema:
–¿Ha probado a reiniciar el router?
–Perdone, quizá no le he escuchado bien. ¿Que reinicie el router? ¿Ya está?
–No se preocupe, será solo un minuto. Es más, se lo voy a reiniciar yo mismo desde aquí.
Mientras oigo teclear al operador, sin salir aún de mi asombro, le pregunto:
–Pero oiga, ¿esto no será más bien una falla apocalíptica global? ¿no han comprobado si ha habido una tormenta solar que haya incidido sobre el campo electromagnético de la Tierra afectando a todos los aparatos electrónicos del mundo? ¿seguro que no es un problema de mi dirección IP o alguna interferencia en mi red wifi?
Y justo cuando termino de decir la “fi” de wifi o la “fai” de “waifai” como dicen los amigos de hispanoamérica, la computadora recupera de golpe todos sus procesos y comienza a correr como Usain Bolt en el mismísimo Mundial de Berlín 2009.
–¿Ha recuperado la conexión, señor? –continúa el teleoperador– ¿Desea alguna cosa más? No olvide valorar con la máxima puntuación mi servicio si le he resultado de utilidad, bla, bla, bla…
Humillado, cabizbajo, alicaído, deprimido, achantado por tan fácil solución a mi gran problema; me despido del amable muchacho, escucho la locución de la puntuación, digo «nueve» en voz alta, vuelvo a repetir «nueve» con mejor dicción porque la máquina no me entendió bien a la primera, y cuelgo.
Parece mentira que un problema tan gordo como el que yo me había montado en la cabeza tuviera una solución tan sencilla. Apagar y encender cualquier dispositivo electrónico arregla el 99 por ciento de las averías. Cuentan el chiste de que, al final de la carrera de ingeniería informática, un catedrático reúne a todos los alumnos y les desvela el gran secreto: «y el resumen, señoras y señores, de lo que han aprendido ustedes en todos estos años es: reinicien».
No hay nada de mágico en este truco de todo buen informático. Al reiniciar, los microprocesadores olvidan las órdenes con error que habían recibido, las cargan de nuevo, y hacen que, desde la lavadora al smart TV, desde el microondas al celular, funcionen de nuevo como si nada hubiera pasado tras horas de desesperación de sus usuarios. Reiniciar nos ahorra costosas reparaciones ¡y es tan sencillo! Pero, aunque parezca mentira, a veces se nos olvida y tienen que ser los expertos los que nos lo recuerden.
También las personas necesitamos reiniciarnos de vez en cuando, y este último día del año es una ocasión inmejorable. Porque todos hemos cometido errores que han provocado fisuras pequeñas o grandes en el sistema. Hay procesos que ya no funcionan bien con determinadas personas y bucles en los que nos hemos metido y de los que no podemos salir. Y es que los fallos dejan huella y nos impiden continuar como si nada. Por eso es importante reconocer nuestros errores y pedir perdón por ellos.
No hablo de pedir perdón a Dios, que también; sino a las personas que tenemos alrededor y a quienes, en el roce diario, seguro que herimos de una u otra manera. Pedir perdón no nos hace más pequeños sino más grandes porque la sabiduría que encierra conocerse a sí mismo y sus propios errores no está al alcance de todos. Lo ordinario es creer que son los demás los que se equivocan y echar las culpas de lo que nos pasa a los otros.
Así que, en este comienzo del 2024, aprovecho para pedir perdón a usted, querido lector, si en algo le he ofendido con mis palabras. Pido perdón por no haber sido más incisivo en mi denuncia contra la injusticia, por haber pasado de puntillas por temas en los que tendría que haberme mojado más, por no haber defendido suficientemente a los débiles, por haberme buscado a mí mismo y haber sido cobarde, adulador, soberbio, vanidoso, complaciente, inicuo, ingenuo… Añada usted los adjetivos negativos que crea conveniente, porque seguramente serán ciertos, y discúlpeme por ellos. El año que estrenamos trataré de hacerlo mejor, con su ayuda. Es mi propósito de año nuevo.
Y si ustedes también quieren comenzar el 2024 con buen pie y a máxima velocidad, ya saben, reinicien. Y no olviden ponerme un nueve en su valoración al final de la locución.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.