A los tres años de pontificado de Francisco, la Iglesia tiene tareas pendientes: se ha completado la reforma de las instituciones financieras y económicas de la Santa Sede, se trabaja en la reforma de la Curia romana y de los medios de comunicación. Con motivo del aniversario de la elección se ha oído la crítica de que se esperaba mucho más en las reformas, y de que hay mucho por hacer.
Es verdad que la Iglesia es “semper reformanda”, tiene que ser siempre reformada en un proceso que nunca termina. Pero la mayor reforma, que debería ser cotidiana y no sólo para la jerarquía sino para todos los fieles, es la fidelidad al Evangelio, para que este mensaje sea anunciado y testimoniado cada vez mejor, dejando incrustaciones, prejuicios, esquemas que corren el riesgo de transformarse en ideología. Junto con testimoniar, anunciar y enseñar, la Iglesia tiene que convertirse y mirar siempre a su origen, sin transformarse en una ONG o en un grupo de poder: reformarse a sí misma cada día. Lo que el Papa con su testimonio de misericordia y de ternura, su ejemplo, sus gestos y sus palabras, pide a toda la Iglesia y a quienes le escuchan sin prejuicios es una gran reforma, que no es primero “estructural”, sino una reforma de los corazones. Sin ésta, toda reforma estructural está condenada al fracaso.
Las palabras del Papa indican claramente que la reforma de los corazones, la “conversión pastoral”, es una condición necesaria para las reformas estructurales, no una consecuencia de ellas ni algo separado. Se corre el riesgo de que el mensaje del Pontificado sea reducido a eslogan, como si bastara cambiar alguna palabra clave: ahora se han puesto de moda términos como “periferias”. El testimonio del Papa, en realidad, sugiere a todos una radicalidad evangélica, sin la cual las reformas imitarían criterios empresariales y podrían caer en tecnicismos que no tienen en cuenta la naturaleza de la Iglesia, que no puede ser comparada a la de las transnacionales, como repitió a menudo en el pasado Benedicto XVI.