Nada es sagrado. Esta parece ser la consigna de nuestro tiempo.
La conciencia de que estamos ante un lugar sagrado o viviendo un acontecimiento sagrado nos remite directamente a una especial presencia de Dios. Una presencia que se hace en ese momento y lugar, de alguna forma misteriosa, casi tangible. Esa fue la vivencia de Moisés ante la zarza ardiente. “Descálzate, porque la tierra que pisas es sagrada” (Ex 3,5)
Esa experiencia de lo sagrado, esencial al hecho religioso, impregnó la vida de nuestros antepasados. Sabían que había momentos que eran sagrados, acontecimientos en los que el tiempo se paraba y tocaba la eternidad.
La eucaristía, de una manera muy especial, nos traslada a la misma cena del jueves santo, ante el único sacrificio de Cristo en la cruz, al misterio de la resurrección de Jesús. Tiempos sagrados en los que se toca la eternidad. Como le ocurrió a Pedro, Santiago y Juan en el momento de la transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Un momento en el que, por un segundo, se rasgan las apariencias y nos dejan ver el infinito.
También nuestros antepasados sabían que había lugares sagrados. Espacios privilegiados, puertas a lo infinito, en los que la presencia de Dios se hacía palpable. En santuarios como Lourdes o Fátima se hace cercano lo sobrenatural. En Nazaret nos sobrecoge leer en el altar «Verbum Caro Hic Factum Est». Aquí, ‘hic’, en este lugar se unieron el cielo y la tierra. Un lugar en el que hay que entrar con un silencio respetuoso, casi de puntillas. Descalzándose el alma.
Y sin embargo…
Hoy nada es sagrado. Todo ha quedado desencantado. Y banalizado, que es la forma de acabar con esa experiencia de estar ante algo que nos remite más allá, que trasciende su propia realidad.
Sin duda esa pérdida de conciencia de lo sagrado es una de las consecuencias de ese ‘desencantamiento’ que caracteriza nuestra era secular, tal como lo definía el filósofo Charles Taylor. Una mentalidad que configura al hombre moderno. Para el hombre actual el tiempo no es más que una sucesión de acontecimientos, uno detrás de otro. Y el espacio es pura materia que se remite solo a sí misma. El mismo concepto de sagrado parece pertenecer a otra época, a la edad media.
Sin duda, si queremos educar en una vivencia religiosa, hemos de empezar por ayudar a los jóvenes a percibir esa experiencia de lo sagrado. Empezando por nuestras propias celebraciones y templos. Hay que dejar espacio para el silencio y descubrir que el templo es un lugar sagrado habitado por el Dios vivo. Reconocer su presencia. Admirarse y sobrecogerse. Ayudarles a entrar con los gestos, la música, el arte en esa experiencia que sobrecoge el alma y la pone en contacto con el misterio. Y en esto, hemos de ser sinceros, hemos ido perdiendo sensibilidad y nos hemos contagiado de ese ambiente profano.
Pero la educación en lo sagrado abarca toda la vida. Debemos enseñar a los niños y jóvenes a descubrir la huella del Creador cuando contemplen la naturaleza. Mostrarles que hay un sentido en la historia de la Humanidad. Ayudarles a rasgar las apariencias y ver más allá.
Necesitamos reconectar con lo sagrado y educar en ello a las nuevas generaciones. Y no es una tarea fácil. Hay toda una cultura que lo dificulta. Pero es esencial hacerlo si queremos verdaderamente afrontar la evangelización de este mundo.
Quizás este sea, dicho sea de paso, una de las claves del éxito de la obra de J.R.R. Tolkien, el autor de ‘El Señor de los anillos’. Que a través de la fantasía nos ha conseguido desvelar que el mundo está realmente ‘encantado’. Su épica medieval nos hace conectar con los latidos más íntimos de nuestro ser y nos devuelve la esperanza. Hay un espacio para lo sagrado en toda su obra.
A nuestro favor, como siempre, tenemos el corazón del joven que intuye vivamente que tiene que haber ‘algo más’. Que el tiempo no se nos puede acabar. Que, como decía Máximo en la película Gladiator, «lo que hacemos en la vida, ¡tiene su eco en la eternidad!».
Delegado de enseñanzas en la Diócesis de Getafe desde el curso 2010-2011, ha ejercido con anterioridad este servicio en el Arzobispado de Pamplona y Tudela, durante siete años (2003-2009). En la actualidad compagina esta labor con su dedicación a la pastoral juvenil dirigiendo la Asociación Pública de Fieles 'Milicia de Santa María' y la asociación educativa 'VEN Y VERÁS. EDUCACIÓN', de la que es Presidente.