Cuando estaba preparándome para ser sacerdote, casi siempre me dormía en las homilías de Misa. Especialmente cuando uno de mis superiores -no preguntes, no diré quién- era el que predicaba. Siempre me dormía. No fallaba. Hay toda una técnica que se va perfeccionando para que no se note demasiado que uno está dormido en Misa. En ocasiones parece que asientes a lo que dice el cura; a veces parecerá que estás sumido en una profunda contemplación, o podría parecer que estás emocionado y no puedes levantar la cabeza para que no se noten las lágrimas. Lo cierto es que yo, inevitablemente, estaba durmiendo.
Un día, después de confesarme de aquello, quise convencerme de que el problema no era del padre predicador sino mío, y decidí que iba a transcribir la homilía por completo, de “pe” a “pa”. Así, evitando el sopor, podría comprender la profundidad del mensaje que otras veces me había hecho rendirme en los brazos de Morfeo. Dicho y hecho. Aquel día escribí todo lo que dijo aquel buen sacerdote. Después lo leí. Lo volví a leer. Lo subrayé. Finalmente llegué a la terrible conclusión de que, sencillamente, no había dicho nada. Fueron 20 minutos de no decir nada y no parar de hablar. Yo pensaba que aquello no era posible, pero sí. Luego he comprobado que es más frecuente de lo que parece y que no es especialidad exclusiva de los curas; políticos, profesores, incluso conferenciantes caminan por esos parajes nihilistas comunicativamente hablando y provocan, lo quieran o no, lo sepan o no, el mismo sueño que yo sufrí en aquellas larguísimas homilías en mi época de estudiante.
Es más frecuente de lo que parece y que no es especialidad exclusiva de los curas; políticos, profesores, incluso conferenciantes caminan por esos parajes y provocan el mismo sueño
Lo de aburrir en las homilías no es nuevo. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que en Tróade, una ciudad en la costa del mar Egeo, san Pablo estuvo predicando a los cristianos. En el tercer piso, sentado en el alféizar de la ventana, un chaval, Eutiquio, le escuchaba. También a él le venció el sopor y se quedó dormido. En ese instante cayó al suelo y se mató. Murió, literalmente, de aburrimiento. La historia termina bien, porque San Pablo resucita al chico y lo devuelve a la madre que ya le amenazaba con el bolso, pero ahí queda como aviso para navegantes en las tortuosas aguas de la predicación. En este caso, san Pablo tenía mucho que decir; el fallo fue, quizá, que quiso decir demasiado. No le falló el “qué” sino el “cómo”.
Aburridos y aburridores campan por doquier en todos los estamentos de la Iglesia. Ni siquiera los obispos se libran de verse envueltos por el sopor ante la predicación de un hermano suyo en el episcopado. En esas ceremonias, el dormitar episcopal se hace más evidente a los ojos de todos por el inclinarse de la mitra en su cabeza, que no admite estrategia alguna que lo disimule.
Me gustaría ayudarte para que esto no te pase a ti, y poner por escrito algunas ideas a ver si me aplico, yo también, el cuento.
Los últimos años de seminario tuve la suerte de que me destinaran a una parroquia del centro de Madrid, la parroquia de la Concepción de Nuestra Señora. Ahí los seminaristas hacíamos de todo. Los domingos yo hacía tres cosas y disfrutaba mucho de las tres. Primero tocaba el órgano en Misa de 11:00. Después ayudaba en Misa de 12:30. Pero lo que más me gustaba era lo que venía después: en la Misa de las 14:00 celebraba la Misa un sacerdote excepcional, Pablo Domínguez.
Había preparación, inteligencia, pasión, cercanía y deseo de comunicar
La iglesia, grande, se llenaba de gente joven para rezar, y también para escucharle. Yo me quedaba siempre en la trastienda para escuchar sus homilías. Nunca me dormí. Como toda la iglesia, me quedaba absorto, cautivado, atrapado por las palabras de Pablo. Su mensaje llegaba a cabeza, tocaba el corazón y movía la voluntad. Extraía novedad de lo de siempre y te hacía ver con asombro cosas del Evangelio que ya conocías y que habías pasado por alto mil veces. Creo que ahí comencé a apasionarme por la predicación.
¿Instinto? ¿Un don natural? Tal vez, pero estoy convencido que también había preparación, inteligencia, pasión, cercanía, deseo de comunicar y otras muchas cosas de las que quiero hablarte en estas líneas.
Así que para ti, que tienes que predicar todas las semanas o todos los días, para ti, hermano sacerdote, o diácono, para ti que te preparas en el seminario al sacerdocio, incluso para Usted, señor obispo, sucesor de los apóstoles y “heraldo de la Palabra” -como decía San Juan Pablo II (cfr. Pastores Gregis, cap. 3)- sirvan estas líneas, sobre algunas de las ideas que trato de repetirme cuando preparo y cuando predico, con la finalidad de que cada uno de los domingos consiga comunicar el Evangelio de Jesucristo cautivando al personal, y no dormir y aburrir, hasta la muerte, a los sufridos feligreses.
Sacerdote. Párroco de San Sebastián Mártir de San Sebastián de los Reyes (Madrid)