¿Por qué no podemos llevarnos bien?

En la relación con los demás, en el matrimonio, necesitamos recuperar el “nosotros” frente al “yo”, y eso exige esfuerzo, porque usted como yo tenemos una resistencia natural a donarnos, a perder en beneficio de que todos ganemos.

15 de febrero de 2023·Tiempo de lectura: 3 minutos
pecado

El malo siempre es el otro. Pasa en la política internacional, en los parlamentos, en las instituciones, en los matrimonios y hasta en el seno de la Iglesia. ¿Por qué no podemos llevarnos bien? Hay una explicación: se llama pecado y, aunque es un término que hoy ha perdido mucho significado, en realidad es la explicación a la mayoría de los males de nuestro mundo.

El pecado, en el lenguaje común, se relaciona de forma infantil, con lo prohibido, no con lo malo, por eso lo vemos incluso como gancho publicitario en eslóganes y marcas comerciales.

La palabra nos remite al placer, a la aventura, a la transgresión o a salirse de lo establecido. La pérdida de la inocencia se ha convertido en un valor porque, borrando a Dios de nuestras vidas, nos autoconvencemos de que somos libres.

El problema es que, como en esas fiestas que organizan los adolescentes, creyéndose mayores, cuando los padres no están en casa; al final la libertad acabe en desmadre y, a veces, con la policía o la ambulancia en la puerta.

Hablar de pecado hoy, en nuestras sociedades laicas y aparentemente adultas y autosuficientes, es un anacronismo porque vivimos en la creencia de que no hay nadie por encima de nosotros, de que no tenemos que rendir cuentas más que ante nuestra propia conciencia –que curiosamente suele ser un juez misericordioso y comprensivo con nosotros mismos y exigente e inquisitivo con todos los demás–.

Obviar el pecado o, más bien, la concupiscencia o inclinación al mal que tenemos todos los seres humanos, nos aleja cada vez más de la realidad, nos sumerge en un mundo de fantasías irrealizables.

Por eso, muchas parejas se casan pensando de verdad que lo hacen para siempre, pero al tiempo ven que es imposible; por eso, muchos políticos se convencen de que sus ideas acabarán con los problemas del mundo y luego no pueden evitar estropearlo cada vez más; por eso, la política nacional está cada vez más polarizada y falta de consenso; por eso, los grandes bloques internacionales afilan sus cuchillos o más bien ponen a punto sus maletines nucleares.

Como “yo” soy la medida de todas las cosas, el único juez justo que conoce el bien y el mal, los malos son siempre los otros. No se me pasa por la cabeza pensar que la persona, o el partido político o la nación que tengo enfrente puedan estar también buscando el bien a su manera de forma legítima.

Magnificamos sus defectos y errores, y minimizamos sus virtudes y aciertos. Y no hablo solo de saber, como sabe cualquier persona inteligente, que todos podemos fallar humanamente (los mejores futbolistas fallan un penalti), sino de darse cuenta de que detrás de mi intención se esconde fácilmente, de forma inconsciente, cierto egoísmo. Y el egoísmo (económico, afectivo, de poder, de grupo…) es el enemigo natural del bien común.

Un matrimonio no es la convivencia de dos intereses individuales; un pueblo o una nación no son la suma de pequeñas individualidades.

Necesitamos recuperar el “nosotros” frente al “yo”, y eso exige esfuerzo, porque usted como yo tenemos una resistencia natural a donarnos, a perder en beneficio de que todos ganemos.

Ignorar el pecado no nos hace más libres, sino más esclavos de nuestro egoísmo, una fuerza que empieza destruyendo a los que tenemos más cerca, pero que se expande como un virus y termina matándonos a nosotros mismos porque estamos hechos para vivir en familia, en comunidad, para ser pueblo. De ahí la deriva suicida de Occidente, cada vez más vieja y sin relevo generacional.

Al “conócete a ti mismo” del oráculo de Delfos le faltaba una premisa fundamental: Dios. Sin conocer a Dios y su mensaje, no podemos conocernos del todo a nosotros mismos y continuaremos pecando –sí, esa vieja palabra– o, lo que es lo mismo, destruyendo los lazos que nos unen a nuestro prójimo y nos dan sentido.

Los hombres y las mujeres que trabajan por el bien común son los que no se quedan en la superficie, sino que descubren, tras la capa de maquillaje con la que todos nos enfrentamos al mundo, a un ser débil capaz de dejarse arrastrar por el mal a la primera de cambio.

Quien se conoce así mismo, descubre una herida de raíz que lo inclina a buscar su propio interés sobre el de los demás y lucha contra ella. Y quien es capaz de llegar hasta ahí, no se queda en la tristeza de descubrir su propio fracaso; sino que, encuentra mucho más abajo, en lo más hondo, un deseo de bien, de verdad, de belleza, de amor.

San Agustín, por ejemplo, un gran pecador, lo descubrió y nos dejó esta frase con la que quiero cerrar el artículo dejando el dulce sabor de la esperanza. Y es que, a pesar de nuestros pecados, que son muchos, “Dios está más cerca de nosotros que nosotros mismos”.

El autorAntonio Moreno

Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.

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