La lógica del discurso polarizado tiende a emplear un lenguaje contrapuesto a través del cual se configura un mundo dividido en dos principios irreconciliables: conservador versus progresista, derecha versus izquierda, tradicionalista versus liberal, ellos versus nosotros. Sí o no. Blanco o negro. Sin matices. Se abre así una brecha infranqueable que hace estéril cualquier intento de diálogo o entendimiento entre ambas partes.
Este panorama antagónico es aplicado por muchos analistas que se ocupan de la información religiosa y la actualidad vaticana al papado de Francisco, presentando a la Iglesia como dos facciones divididas y situando al romano pontífice en el propio bando o el contrario, según la posición editorial del medio de comunicación en particular.
Desde los comienzos de la Iglesia, el ministerio petrino ha sido instrumento de unión y garantía de catolicidad. El “pastorea mis ovejas” (Jn 21, 16) de Jesús a Pedro ha tenido un eco constante a lo largo de la historia del pontificado, incluso en sus horas más oscuras. El Papa es signo de unidad para todos los bautizados, y esto independiente de su procedencia, su ideología e incluso su orientación política.
Aplicar a Francisco esta lógica de los dos polos enfrentados no sólo es injusto o inapropiado, sino que también resulta dañino. El Papa, como todo hombre formado, tiene sus propias ideas sobre la solución temporal a los problemas del mundo, pero esa visión personal no se impone a su ejercicio de guía de la Iglesia universal. Y no es correcto imponérsela desde fuera.
El Papa es un pastor, no un político, por mucho que gobierne el Estado Vaticano. Su liderazgo es espiritual. Ahora que nos encontramos inmersos en plena reforma de la curia vaticana, con la promulgación el pasado 19 de marzo de la constitución apostólica Praedicate Evangelium, y que el pontífice se reunirá en Roma el 29 y 30 de agosto con el colegio cardenalicio para reflexionar sobre este texto legislativo, tal vez sea oportuno recordarlo.