Si no lo veo, no lo creo. Con esta frase se sacude el materialismo que nos rodea cualquier referencia a la trascendencia. Pero ¿y si ver a Dios con los ojos fuera posible? San Francisco de Asís se lo planteó y lo consiguió.
Cuenta Tomás de Celano, en la primera biografía que se escribió del santo, que, en el año 1223, estando cerca de la localidad italiana de Greccio, le pidió a un tal Juan, hombre noble y de buena fama, que preparara para celebrar la Navidad un pesebre para poder contemplar la escena de la Natividad. Sus palabras fueron: «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno».
El cronista describe cómo aquella noche de Navidad, el primer belén de la historia congregó a una multitud de frailes y familias del entorno, que acudieron con velas y teas encendidas, y la alegría con la que el santo lo contempló y predicó en la Eucaristía que un sacerdote celebró sobre el mismo pesebre. Entre cantos de alabanza de la improvisada comunidad, uno de los asistentes tuvo una visión extraordinaria. Cuentan que vio «un niño que, exánime, estaba recostado en el pesebre» y que, al acercarse Francisco, éste se despertó del sopor. «No carece esta visión de sentido –explica el autor– puesto que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría».
Cuando se cumplen 800 años de este acontecimiento singular, la costumbre de representar el nacimiento de Jesús para que niños y mayores puedan contemplar “con sus ojos” el misterio de Belén, sigue muy viva.
Hay belenes monumentales y en miniatura, vivientes y de cerámica, populares y napolitanos, estáticos o mecanizados…
En cada casa, en cada establecimiento, en cada parroquia, institución o sede de cofradía hay un “Juan”, como aquel primer belenista de Greccio, que solo o acompañado de un grupo de colaboradores, se esmera cada año por instalar el mejor nacimiento posible.
En la carta apostólica “El hermoso signo del pesebre” sobre el significado y el valor del belén, que recomiendo a todos releer por estas fechas, el Santo Padre recordaba que «No es importante cómo se prepara el pesebre, puede ser siempre igual o modificarse cada año; lo que cuenta es que este hable a nuestra vida». Y es verdad que los belenes hablan. Nos hablan de la presencia cotidiana de Dios en medio de nuestra vida ordinaria, aunque tantas veces vivamos ajenos a Él. Su valor como recurso para la transmisión y la renovación de la fe es indudable.
Precisamente, el otro día, trataba yo de resolver la duda de uno de mis hijos sobre cómo sería el cielo. Y realmente es difícil de imaginar esa “contemplación de Dios” de la que nos habla el Catecismo. «¡Qué aburrimiento ver todo el día a Dios!» –me decía el niño–. Buscando respuesta, mi mirada se detuvo entonces en el belén que estaba ya instalado en el salón de casa, y me di cuenta de la alegría de la Virgen, de San José, de los ángeles, de los pastorcitos, de los reyes… Todos estaban llenos de gozo contemplando al niño Dios.
–Imagínate que estás en Belén, durmiendo al raso –le dije– y que se te aparece de repente un coro de ángeles que te anuncia que ha nacido el niño Jesús. ¿Irías o no irías a verlo porque te resulta aburrido?
–Sería flipante. Iría corriendo –me contestó–
–Pues imagínate así el cielo. Un lugar donde, cada día, puedes ser testigo de un hecho extraordinario que te llena de alegría. Un lugar donde reyes y pobres comparten un mismo destino y un mismo deseo: estar junto a Dios, lo más cerca posible y el mayor tiempo posible, porque, aburrirse… ¿Te aburres tú viendo a un bebé, a tu prima por ejemplo?
–¡Qué va!, con lo graciosa que es me podría tirar horas jugando con ella.
–Pues así es Dios, cercano, tierno y alegre, como un bebé. ¡Porque a un viejo amargado no se le ocurriría crear el Universo para compartir su vida contigo!
Sobre la marcha, la conversación me hizo darme cuenta aún más profundamente de cómo el Belén es reflejo de las realidades últimas, pues también nos enseña el infierno de Herodes, decrépito y triste por no haber querido aceptar la buena noticia que se le está regalando. Allá en lo alto de su castillo solo se tiene a sí mismo y su crueldad, alejado de la comunión con Dios y con los hombres.
Así que, una vez más, San Francisco lo ha vuelto a hacer. Aquel niño dormido en un profundísimo sueño ha resucitado gracias a él para traerme, 800 años después, una nueva enseñanza, una nueva esperanza. Y simplemente por contemplar unas figuritas de barro. Ver para creer.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.