Permanecer para evangelizar

Vivimos en un mundo en constante aceleración, en un movimiento permanente. Todos padecemos esta cultura de las prisas que nos lleva a ir de un sitio a otro, sin perder el tiempo.

25 de enero de 2024·Tiempo de lectura: 3 minutos

Enrique Alarcón en Unsplash

«Hay un secreto lazo entre la lentitud y el recuerdo, entre la velocidad y el olvido». Esta frase del famoso dramaturgo checo Milan Kundera, recientemente fallecido en París, lleva golpeándome las últimas semanas. La leí en el ensayo «Permanecer», del político francés François-Xavier Bellamy, en el que analiza el mundo acelerado en el que vivimos y las consecuencias que este ritmo trepidante tiene para nuestras vidas.

Y me he sentido interpelado.

Vivimos en un mundo en constante aceleración, en un movimiento permanente. Todos padecemos esta cultura de las prisas que nos lleva a ir de un sitio a otro, sin perder el tiempo. Como nos narraba Michael Ende en «Momo», pareciera que estamos atrapados por los hombres grises que nos roban el tiempo que afanosamente creemos ahorrar. El cambio es una constante de nuestro mundo. Nada permanece. Solo lo que cambia parece válido, aunque su única virtud sea simplemente que es nuevo. El progreso, el avance, se ha convertido en una meta en sí mismo, aunque no sepamos muy bien hacia dónde nos avanza ese camino. Lo importante es ir hacia adelante, vayamos a donde vayamos.

Consecuentemente con ello hemos desarrollado una especie de vergüenza a nuestro pasado. Lo hemos revisado y esto nos ha llevado a descartar todo aquello que no es conforme a nuestra manera actual de ver la realidad. Es el revisionismo que ha impuesto la cultura woke, que nos está arrancando de nuestras propias raíces y de nuestra historia.

Así hemos caído en esa trampa de la velocidad vertiginosa que nos lleva al olvido. Una trampa que se ha hecho cultura y propuesta política. Y así tenemos una comida rápida, «fast food», más eficaz que el guiso cocido a fuego lento, una política de márketing y eslóganes más que de gestión pensada a largo plazo, una vida más divertida y superficial, menos densa y profunda.

Los cristianos vivimos en este mundo y nos sentimos interpelados por este tsunami cultural. Las olas nos zarandean y todo parece decirnos que vivimos precisamente en el pasado y que, en consecuencia, no hay lugar para nosotros en la sociedad del futuro. Así que la única manera de supervivencia parecería ser sumarse a esta ola, surfear por encima de ella, y no empeñarse en ser olas en medio del oleaje.

Y sin embargo la realidad es que, como decía Chesterton, «a cada época y cultura las salva un pequeño puñado de hombres que tienen el coraje de ser inactuales». No es siguiendo la moda como daremos luz al mundo, sino anclados en aquello que permanece, permaneciendo nosotros mismos.

El mundo de hoy necesita hombres y mujeres que aporten sabiduría, conocimiento profundo del corazón del ser humano, que pueda orientar su vida. En medio de las arenas que constantemente se mueven en el desierto, el caminante encuentra su destino fijándose en las rocas que permanecen como referencia. No pocas veces me ha pasado que al conversar con jóvenes que en su edad temprana conocieron la fe y posteriormente se alejaron, me han agradecido el que yo permaneciese, a pesar de que ellos daban tumbos en la vida. Eso les daba seguridad, les servía de referencia.

Nuestra iglesia necesita de hombres y mujeres que vivan en el hogar y gasten su vida esperando al hijo que se fue de casa. Como el padre de la parábola del hijo pródigo, como la madre de la canción de Cesáreo Gabarain «Una madre no se cansa de esperar». Hombres y mujeres que permanecen y que, por ello, son legado de la memoria.

Nuestra religión está hecha de memoria agradecida. Vivimos nuestro ser desde el recuerdo transmitido de padres a hijos de lo que Dios ha hecho por nosotros. «Shemá, Israel!». Hay un vínculo total entre «memoria e identidad», como titulaba san Juan Pablo II a uno de sus libros. Cultivar la memoria, serenar el alma, es esencial para evangelizar nuestro mundo.

Necesitamos hoy más que nunca hombres sabios que sean capaces de ver la realidad con la mirada de Dios y nos aporten las claves para caminar en este tiempo confuso. Hombres que rasguen las apariencias de los acontecimientos y nos desvelen el verdadero sentido de lo que nos ocurre. Hombres que estén configurados desde la fe y contemplen el mundo con el corazón de Dios.

Necesitamos recuperar la sabiduría de Dios que permanece, y justo porque permanece nos permite avanzar, porque sirve de guía y referencia, de hito que señala el camino. Hemos de avanzar sin miedo, conducir la barca de nuestra vida mar adentro -«Duc in altum!»-, con la mirada fija en un punto de referencia que no se mueve y que nos ayuda a discernir el rumbo que hemos de tomar.

La estrella polar siempre permanece, fija en el cielo, guiando a los marineros.

¡Ojalá seamos los cristianos estrella polar en la noche, roca en el desierto, hogar que permanece para los hombres y mujeres de nuestro tiempo!

El autorJavier Segura

Delegado de enseñanzas en la Diócesis de Getafe desde el curso 2010-2011, ha ejercido con anterioridad este servicio en el Arzobispado de Pamplona y Tudela, durante siete años (2003-2009). En la actualidad compagina esta labor con su dedicación a la pastoral juvenil dirigiendo la Asociación Pública de Fieles 'Milicia de Santa María' y la asociación educativa 'VEN Y VERÁS. EDUCACIÓN', de la que es Presidente.

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