Es una desgracia que, en años recientes, la Iglesia católica en Estados Unidos sea más conocida por sus divisiones que por su devoción. A principios de este año, me invitaron a hablar sobre la información que brindan los periodistas católicos sobre estas divisiones.
Formé parte de un panel en las XXVI Jornadas Internacionales de San Francisco de Sales en Lourdes, un encuentro anual de periodistas católicos. Organizadores y participantes se interesaron por lo que estaba ocurriendo en la Iglesia en Estados Unidos. Gran parte de la cobertura mediática sugiere que los obispos estadounidenses son de alguna manera el partido de la oposición a la agenda del Papa Francisco. Esta narrativa conviene tanto a los comentaristas progresistas como a los conservadores.
En realidad, los obispos estadounidenses no son colectivamente un grupo antipapal. Mientras que algunos son partidarios y otros se sienten incómodos con la agenda del Papa, la mayoría, dije, puede que no siempre entiendan su visión (por ejemplo, la sinodalidad), pero se consideran leales y no les gustan los informes de polarización.
Uno de los motivos del malentendido es que los obispos que se muestran muy críticos con Roma no son rebatidos públicamente por sus homólogos. Los obispos son reacios a hacer públicas estas divisiones, pero su silencio a veces puede causar confusión.
Todo esto afecta a los medios de comunicación católicos. ¿Cómo pueden los periodistas católicos cubrir los acontecimientos honesta y abiertamente cuando existe tal aversión a la mala prensa entre los líderes católicos?
Pero la prensa no está libre de culpa. Tanto en los medios seculares como en los religiosos, las líneas entre opinión, análisis y noticias se han difuminado. Los comentaristas reflejan las divisiones en la Iglesia (progresistas frente a tradicionalistas, por ejemplo), y su cobertura puede exagerar la escala y el alcance de la polarización.
Al mismo tiempo, los líderes eclesiásticos a veces parecen carecer de fe en el adagio evangélico de que «la verdad nos hará libres». La transparencia, tanto en Roma como en las diócesis, es más una virtud predicada que practicada. Esto obstaculiza la labor de los buenos periodistas y favorece la de los malos. Favorece las filtraciones y las fuentes anónimas, y permite que los acontecimientos se manipulen fácilmente para afirmar opiniones preexistentes.
Como ha demostrado la crisis de los abusos sexuales del clero, una Iglesia que no sea transparente y honesta acabará sufriendo, y el precio que se paga en cinismo y abandono de los fieles es devastador.
La Iglesia en su conjunto, y los obispos en particular, necesitan recuperar el sentido de la finalidad, el valor y la vocación del periodismo católico. Los periodistas deben estar bien formados, pero lo que se necesita no es propaganda. Por el contrario, un periodismo sólido informará y ayudará a formar a los católicos.