Llevo un tiempo dándole vueltas a la no asistencia de nuestras autoridades, y más en concreto del presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, a diversas eucaristías celebradas por reconocidos motivos sociales. Los dos últimos casos han sido los de la reapertura de la catedral de Notre Dame, en París, y el funeral por los fallecidos en la DANA en Valencia. En los dos casos la normalidad de la vida social habría aconsejado asistir a quien es el representante de todos los españoles.
En la capital francesa se congregaron las máximas autoridades del mundo en un acto que tenía mucho de simbólico por la naturaleza singular del edificio que se restauraba. En Valencia el dolor de las víctimas requería ser acompañado por quien ostenta la máxima autoridad del país, se sea creyente o no. Todos sabemos que a un funeral no solo asisten los creyentes, sino todas las personas que quieren manifestar su sentimiento de pesar y acompañar a quien está sufriendo la pérdida de un ser querido. Estuvieron los reyes, pero no quiso estar el presidente del Gobierno.
Más allá del ateísmo confeso de quien preside nuestro país, hay una opción laicista en esta decisión de no asistir a ningún acto religioso, por la que se pretende imponer a toda la sociedad la propia visión particular del lugar que lo religioso tiene en la vida social. En realidad, apelando a la neutralidad del Estado en este ámbito, está imponiendo un silenciamiento de la presencia de Dios que es la actual forma de imponer, de facto, el ateísmo a todos los ciudadanos.
Todavía recuerdo el funeral de Estado laico que con motivo de la pandemia por la COVID 19 se inventaron para sustituir a la ceremonia religiosa. De hecho, el Gobierno presentó como un gran hito, como un avance social, el que por primera vez no hubiese un acto religioso para orar por los difuntos y se sustituyese por un acto civil, sin ninguna mención a Dios. Y así es. No es una sana laicidad, esa que ha reclamado el papa Francisco en su última visita a Francia, la que está promocionándose con este tipo de acciones. Es, en realidad, una sustitución. Lo que se quiere es que sea el Estado el que canalice y dé la respuesta a los interrogantes sobre el sentido de la vida. Una respuesta que prescinde de Dios y de la creencia en una vida en el más allá. Una respuesta presuntamente neutra, pero que es materialista y atea.
Todos sabemos que la sana laicidad del Estado conlleva el respeto y libertad para que todas las religiones puedan aportar sus principios y su actividad para construir una sociedad más humana. La religión es una de las facetas más importantes para muchas personas. La laicidad debe ser el espacio en el que cada uno podamos expresarnos tal y cómo somos, no el espacio en el que todos debamos dejar de ser nosotros mismos y guardar silencio sobre nuestras creencias.
Está claro que esa no es la visión que tienen nuestros actuales dirigentes y que, por ello, los creyentes tenemos el reto de hacer visible la presencia de lo religioso en nuestra vida cotidiana, tanto en la esfera pública como en la privada.
Y esa es una tarea que nos compete a todos. Especialmente a los laicos.
Delegado de enseñanzas en la Diócesis de Getafe desde el curso 2010-2011, ha ejercido con anterioridad este servicio en el Arzobispado de Pamplona y Tudela, durante siete años (2003-2009). En la actualidad compagina esta labor con su dedicación a la pastoral juvenil dirigiendo la Asociación Pública de Fieles 'Milicia de Santa María' y la asociación educativa 'VEN Y VERÁS. EDUCACIÓN', de la que es Presidente.