El debate por la legalización del aborto en Argentina no dejó una ley —el proyecto fue rechazado por el Senado en agosto tras largos meses de discusión pública—, pero sí una nueva forma de activismo social: los pañuelos de colores. La campaña por el aborto legal, seguro y gratuito, ganó las calles en los cuellos, muñecas y mochilas de miles de mujeres, allá por marzo, cuando todo estaba empezando. La marea en expansión generó su adversario: el pañuelo celeste de “salvemos las dos vidas”. Entre consignas y colores, los medios hablaron de la ola verde feminista y la ola celeste sumergida.
Esta dinámica del activismo, a la vez folklórica y eficiente, construye unas máscaras en serie que ocultan el rostro único e irrepetible de cada persona, con su historia, sus emociones, sus posturas y sus matices. Y cuando los pañuelos devienen en “pañuelización” se levantan muros y se destruyen puentes: la lógica binaria del debate político-legislativo secuestra la complejidad de la vida cotidiana y la encasilla en un simplista a-favor/en-contra que se vuelve excluyente.
Personas usualmente predispuestas a reconocer la buena intención del otro, a escuchar para entender motivos y a dialogar para buscar soluciones superadoras, quedan atrapadas en la reducción bicromática, alimentada casi siempre por las posturas más extremas del todo o nada.
La descalificación cruzada está siempre al alcance de la mano y la convivencia se resquebraja: se tensan amistades, se rompen ambientes familiares. La tentación de la guerra cultural despliega todo su encanto y los llamados a la cultura del encuentro suenan como campanadas lejanas, propias de un mundo ideal o ficticio, habitado por ingenuos o tibios. La lógica de los pañuelos enciende la militancia, pero entraña el riesgo de deshumanizar al militante: convertirlo en enemigo y esconder su rostro, sus dudas, sus intenciones, su necesidad de ayuda.
La descalificación cruzada está siempre al alcance de la mano y la convivencia se resquebraja: se tensan amistades, se rompen ambientes familiares. La tentación de la guerra cultural despliega todo su encanto y los llamados a la cultura del encuentro suenan como campanadas lejanas, propias de un mundo ideal o ficticio, habitado por ingenuos o tibios. La lógica de los pañuelos enciende la militancia, pero entraña el riesgo de deshumanizar al militante: convertirlo en enemigo y esconder su rostro, sus dudas, sus intenciones, su necesidad de ayuda.
Hace poco escuché que el diálogo es como una mesa: nos une a la vez que nos separa. Estamos juntos, pero cada uno en su sitio. Hay un lugar común, compartido, de apertura. La pañuelización obliga al monólogo, es insular y autorreferencial. Funciona para la política de la grieta, pero no para la trascendencia del Evangelio, que invita a un camino de solidaridad comunicativa: no aspira a vencer sino a convencer e inspirar, y se propone argumentar sin derrotar. Imagina un mundo de mil rostros, en el que los pañuelos de colores son accesorios anecdóticos.
Profesor de Sociología de la Comunicación. Universidad Austral (Buenos Aires)