Nostalgia (que inspira)

Nos encariñamos con nuestros peluches porque son nuestra infancia, somos nosotros volviendo a ser niños. Desprendernos de ellos sería como desprendernos de algo que somos nosotros mismos y eso cuesta.

13 de abril de 2025·Tiempo de lectura: 7 minutos
Peluche

(Unsplash / Sandy Millar)

La abuela, que era una mujer muy ordenada, había guardado todos los juguetes en una habitación anexa del garaje que tenía una cortina roja. Un día, de los tantos que iba a visitarla con los niños, me abrió, como quien me descubre un secreto muy bien guardado, unas cajas llenas de juguetes polvorientos. A pesar de haber pasado más de cuarenta años, esos juguetes estaban dentro de la caja de cartón, inermes, esperando a que un niño pudiera de nuevo inventar historias con ellos. Sólo había que soplar fuerte para que el polvo se desprendiera de ellos y la magia comenzara.

Muchos de estos juguetes estaban ya viejos, obsoletos y pasados de moda pero eran una demostración del valor del juego que ella había inculcado a los hijos. Los niños, como sabemos, no aman a quien les regala juguetes sino a quien juega con ellos. 

¿Quién, si encuentra un peluche olvidado en un banco de un parque o por la acera de una calle, no siente lástima por ese niño que está sintiendo su pérdida en ese preciso momento? Y, ¿quién, si puede, no pone un cartel en un farol con el dibujo del peluche con tal de que el dueño recobre ese ser tan querido?

Recuerdos de infancia

Los peluches en la infancia son una forma tangible de amor y cariño, medicina para el alma. Son un recordatorio constante de personas especiales en nuestra vida. Sentir cariño nos hace sentir bien y éste se manifiesta con gestos, abrazos o palabras. Cuando sientes cariño no te sientes juzgado, ni tienes que disimular ni fingir. El peluche entiende al niño, no le juzga (eso es lo que el niño percibe), al contrario su mirada es dulce. Al fin y al cabo eso es lo que queremos desde niños, cariño. Dios nos da cariño (“El Señor es cariñoso con todas sus criaturas”, dice el salmo).

De mi infancia conservo un recuerdo, una habitación muy pequeña donde había poca luz y un peluche con forma de jirafa que era más alto que yo. Un hermano de mi abuela tenía una tienda de juguetes y, una vez estando allí, me lo regaló. Ese regalo espontáneo y sincero es una hebra que conforma la urdimbre de mi corazón.

No me han regalado muchos más peluches -que yo recuerde con esa intensidad- a excepción de un elefante de tela que me hizo mi madre, el cual tenía por ojo un botón negro. Sigue ese elefante de rayas blancas y azules en una silla en mi cuarto, en la casa de mis padres en el pueblo. Yo volví otra vez a mi infancia, siendo adulta, al comprar peluches de nuevo o recibirlos como regalo para mis hijos. Tener hijos supuso para mí una carga energética vital. He dado a luz tres veces, todas fuera de mi país y bastante sola, pero eso sería el tema de otro artículo.

La primera vez que salí a tomar algo con mi marido después de haber dado a luz en Singapur, volví a casa con un conejo de peluche marrón con un lazo verde. La idea era salir y cambiar de aires (lo que ahora es el tardeo) pero en mi cabeza y corazón estaba el bebé y acabé en una tienda de juguetes donde lo compré. Todavía lo conservamos, han pasado casi dieciocho años. No puedo dar ese conejo a nadie.

Los hijos crecen y nosotros también

Me resisto a dar o abandonar los peluches de mis hijos porque, en torno a los cuarenta y cinco años, me ví inmersa de lleno en tres infancias, las de mis hijos. Y responsable como soy, estaba pendiente de que la tuvieran muy feliz. Para ejercer una influencia benéfica en los niños hay que participar de sus alegrías. Ahora, saliendo de esa etapa, me doy cuenta de que, quien quería recuperar la infancia era yo. Esos peluches son míos, y tal vez, de viejecita, sin mucha memoria, los pueda mirar como un objeto nuevo, que me aportará alegría. Y podría volver a jugar.

En mi casa, cada peluche tiene su nombre y son compañeros reconfortantes, y han sido facilitadores del desarrollo emocional así como han estimulado su creatividad y con ellos hemos creado un vínculo muy especial.

Los hijos se están haciendo mayores, pero los peluches siguen estando ahí y el vínculo también. Yo creo, por ejemplo, que Michele cuando se independice se llevará a Kiko consigo. Cómo podría olvidar o dar a alguien el peluche pato, al cual se le cayó una pierna, y una amiga mía me hizo un apaño con aguja e hilo, me cosió el agujero, pero no me añadió un nuevo miembro, así que ese pato carece simpáticamente de una pata. O ese otro conejo marrón clarito al que mi madre cosió la pata que se había roto pero, sin darse cuenta, la cosió del revés. Es el conejo de la pata al revés.

No puedo dejar de mencionar la foca blanca y el perro blanco y canela que me regaló una amiga para mis hijos, o un precioso ciervo, que te mira con ojos brillantes. En total, no serán más de ocho los peluches que viven en nuestra casa, y puedo contar la historia de cada uno de ellos (quién lo regaló, y en qué momento y por qué) y, como estoy segura de que tienen vida propia por la noche, nos conocen, pues nos observan atentamente y no desean otra cosa que ser acariciados y tocados.

Los niños que fuimos

Nos encariñamos con estos seres de tela porque son nuestra infancia, somos nosotros volviendo a ser niños. Desprendernos de ellos sería como desprendernos de algo que somos nosotros mismos y eso cuesta. El niño que fuimos viaja con nosotros, y si bien es bueno que el mundo nos expulse de la infancia, eso no es óbice para conservar valores que poseemos en la infancia: pureza, capacidad de asombrarnos, curiosidad, imaginación o la forma pura de mirar. 

Conforme mis hijos se van haciendo mayores, mi opción no es la de almacenarlos sino darlos a otros niños. Sin ir más lejos ayer dí dos bicicletas en buen estado, una caja de zapatos llena de cochecitos y un coche que conducía una muñeca. Sin embargo, con los ositos de peluche una mano invisible me para, forman parte de mí, y tienen algo de mí que me resisto a dar, tienen un simbolismo especial, ya que representan la ternura y el cariño que la persona que lo regala siente por la otra. Suaves y agradables al tacto, transmite un sentimiento de comodidad y seguridad. Los lavo frecuentemente, pues quiero que huelan bien.

Los niños se encariñan con las mantas y los peluches porque les brindan una sensación de seguridad, bienestar y comodidad interior. Desde el punto de vista psicológico para los niños los peluches son objetos transaccionales, los utilizamos para expresar cosas que no diríamos de otro modo, ensayamos con ello para la vida. Los usan pues para aprender a relacionarse con el mundo. Con el peluche se crea un vínculo muy especial, se llama cariño. Con el tiempo ese sentimiento se convierte en nostalgia de una época feliz que pasó.

Crecer y curarse

Las enfermeras suelen utilizar animales de peluche como estrategia de atención de la salud para los niños hospitalizados, especialmente para preparar a los que están a punto de someterse a una cirugía u otros procedimientos dolorosos o desagradables. Los osos de peluche motivan a los niños a mejorar. Un niño en el hospital que es capaz de jugar, anuncia el éxito del tratamiento o el retorno a la salud. Cuando los niños juegan, pueden superar sus sentimientos de estar en el hospital, lo que ayuda a reducir la intensidad de los sentimientos negativos sobre sus experiencias. Esto permite a los trabajadores de la salud cultivar el estado mental positivo que los pacientes jóvenes necesitan para curarse.

Para crecer los niños tienen que nutrirse, pero es cariño lo que más necesitan. Cuando un peluche que te ha ayudado a superar una dura enfermedad, difícilmente podrás deshacerte de él. Y me gusta pensar que tampoco el peluche de ti.

«En ningún momento es bueno que te expulsen de la infancia y la muerte de mi madre fue mi expulsión, la primera pérdida de un gran amor. ¿Cuántos tienes en la vida? ¿Dos? ¿Tres? Pues yo ya perdí uno». Descripción cruda de Milena Tusquets sobre la pérdida, sobre las bofetadas que puede darte la vida. La infancia, si ha sido bonita, queda como ese lugar seguro donde nos gustaría instalarnos también de mayores. Ese ser muy feliz sin darte cuenta realmente de que lo eres, sin darle importancia. Es la época en la que tener un peluche te da ánimos y te ayuda a crecer. Llega un día en el que miras a ese peluche y ya no te habla, no porque él haya perdido la voz sino porque has cambiado tú.

Rechazo a crecer

A veces vemos a un peluche sucio, viejo y desordenado en manos de un niño. En esos casos hay una relación tal vez demasiado estrecha. El niño no puede separarse del peluche porque ve en él todo lo que no ha recibido. Aloysius era el peluche  de Sebastian Flyte, personaje de la novela “Retorno a Brideshead” de Evelyn Waugh en 1945. Una novela inglesa que, cuando la leí, tendría unos veinte años y me impactó sobremanera. De todos los personajes que aparecen en la novela, es Sebastian Flyte el que más me cautivó. Un gran oso marrón que no puede soltar, ese apego tan extraño representa el rechazo a crecer. Un hacerse mayor en donde Sebastian vislumbra todas sus carencias para afrontar la vida y a la que no es capaz de enfrentarse. Era un joven que se abría a la vida y sentía mucho control e hipocresía a su alrededor.

Sebastian se mueve en una ambiente aristocrático, lleno de riqueza material pero donde falta empatía y amor. El oso representa su infancia, ese paraíso donde ha sido inconsciente del mal que le circundaba. Y descubre un amigo, siente algo auténtico con Charles. Invita a su amigo a cenar porque su osito de peluche se niega a hablar con él hasta que haya sido perdonado. Su amigo con esas frases lee en su alma lo que el peluche representa para él. 

Lo bonito es ir creciendo, tomando responsabilidades y conservar la infancia en el corazón, sabiendo que esa etapa pasó. Desde ese lugar, se mira el oso de peluche con cariño y nostalgia, que es un sentimiento positivo que ayuda a fortalecer el sentido de identidad, y más inspirados. Un amigo de cierta edad me mandó el otro día la foto de un muñeco de goma que su madre usaba. Me quedé pensativa… este tipo no es tonto, si le ayuda conservar ese objeto será porque la nostalgia, ayuda a vivir.

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