Recoge Luis Hererra en el extenso, y no menos interesante, artículo que traemos en este número de Omnes sobre la cultura woke, aquella frase de G. K. Chesterton en la que, de manera premonitoria afirmaba: “Pronto estaremos en un mundo en que un hombre podrá ser abucheado por decir que dos y dos son cuatro”.
Considerando esta frase dentro del contexto en el que un gobierno ha cambiado, por ley, las matemáticas porque “son machistas”, la visión del eminente escritor inglés llega a causar, incluso, cierto miedo.
Hay personas que son, no sólo gafas, sino catalejos para la sociedad. Profesores, periodistas, panaderos o peluqueras cuya clarividencia en el diagnóstico sociocultural pone los pelos de punta. Se eriza la piel del cuello, sí, a unos porque les interpela directamente en su tarea; a otros, porque les pone ante la inconsistencia de la cultura dominante y, por tanto, ante la premura de la destrucción que se fagocita a sí misma.
Apuntaba Mariano Fazio en la entrevista del pasado número de Omnes que, en la actualidad, “proclamamos la libertad como el valor humano más alto, pero vivimos esclavos de nuestras dependencias”. La llamada cultura woke ha elevado a categoría de principio moral cada una de esas dependencias.
Hoy día no todo vale, sólo vale lo que unos pocos deciden que es correcto.
Hemos pasado de los diez mandamientos, a los cien mil. Contradictorios entre sí muchas veces y sólo unidos por la animadversión a los nuevos enemigos: los valores arraigados en la fe, la familia, la libertad de educación o el patriotismo. Del “vive y deja vivir” al “o vives según mis normas o no vives”.
Por fortuna, en esta selva de mandatos y nuevos derechos, se alzan nuevas voces: pocas o muchas, conocidas o ignotas, que ponen negro sobre blanco la importancia de la familia, de la educación plural, la innegable diferencia entre hombre y mujer o la defensa de la vida.
Sí. Hoy también existen. Son unos pocos, unos “felices pocos, una banda de hermanos”, que ponen patas arriba los cajetines en los que, paradójicamente, esta dictadura libertaria intenta etiquetar y esconder a cualquiera que no piense de manera acorde a la corriente dominante.
En efecto, quizás sean pocos, raros, los que se atrevan a alzar la voz, sin chillidos histriónicos, en defensa de la verdad, la verdad verdadera que pedíamos en los juegos de niños. Esos pocos que cambiarán el mundo y que nos hacen señas para unirnos a ellos. Porque en realidad, como sabemos, “la verdad os hará libres” y porque, como señalaba Flanery O´Connor, “la verdad os hará raros”.
La libertad comprometida, aquella libertad que deviene directamente de la unión con la verdad, la que defiende la realidad sin traicionarla con la ideología, es hoy una rara posesión que tenemos la obligación moral de compartir y mostrar en toda su grandeza.