“No somos nada”, es una de las frases más repetidas en velatorios y funerales a lo largo y ancho del mundo. Tres palabras que condensan siglos de sabiduría humana. Con tal afirmación proclamamos la obviedad de lo efímero de la existencia ante la ineludible cita con la muerte. ¿Para qué tantas preocupaciones, tantas luchas humanas, tanto esfuerzo por trabajar? ¿En qué queda nuestro empeño por vivir de forma saludable, por llevar a cabo proyectos ilusionantes? Dinero, juventud, éxito, afectos… “¡Vanidad de vanidades –dice el sabio autor del Eclesiastés– ¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad!”.
Sin embargo, esta verdad como un templo esconde una errónea interpretación que en días como estos en que celebramos la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos conviene aclarar. Me refiero a la costumbre importada de otras tradiciones religiosas de deshacerse de las cenizas de nuestros difuntos dispersándolas en el aire, en el agua o en cualquier otro lugar que implique, en la práctica, su desaparición. Algunos piensan que, de esta manera, la persona fallecida se funde con la madre naturaleza o con el universo; otros simplemente –y seguro que con toda su buena voluntad– pretenden cumplir con el sueño de su ser querido de disfrutar para siempre del mar o de la montaña que tanto le gustaba en vida.
No pretendo juzgar a quien así lo haya hecho o a quien lo tenga dispuesto de tal manera. Solo quisiera ayudarles a entender que se están perdiendo lo que nuestra rica tradición católica ha conservado durante milenios y que implica un gran consuelo y una llamada para los que se quedan. Y es que, conservando los restos de nuestros difuntos, estamos señalando la altísima dignidad que encierra la vida humana, que no se extingue ni siquiera después de muertos. Es cierto que no somos nada, es cierto que los afanes humanos son relativos; pero, ojo, que sí que somos mucho, por el bautismo somos hechos nada más y nada menos que hijos de Dios.
El cuerpo no es la cárcel platónica del alma, no es el envase que se desecha una vez utilizado el contenido; el cuerpo está llamado a la eternidad, como nos enseñó el Resucitado mostrándonos las mismas manos y el mismo costado que acababan de sepultar sus amigos. Y es que el ser humano no es una dualidad sino una unidad de cuerpo y alma. «El hombre, por su misma condición corporal –afirma el Concilio Vaticano II–, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día».
Conservando en un lugar determinado los restos de nuestros difuntos, yendo a visitarlos, cuidando los lugares en los que los depositamos, estamos manifestando públicamente y a nosotros mismos que el cuerpo sin vida de nuestros seres queridos es muchísimo más que nada, pues ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y ha sido templo del Espiritu Santo. Y es no, no somos “nada”.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.