El otro día estuve hablando con algunas personas de una de las películas españolas más típicas de Semana Santa: «Marcelino, pan y vino», la historia de un niño abandonado por su madre y acogido por unos frailes franciscanos. Un día, cuando el pequeño se acerca a la imagen del Crucificado que hay en el convento, este cobra vida y empieza a hablar a Marcelino.
El mensaje central de la película queda perfectamente resumido en la frase que pronuncia Cristo en Marcos, 10, 14: “Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios”.
Sería absurdo pensar que Jesús, después de decir estas palabras, quisiera alejar a los niños del misterio de su Pasión. En la película clásica se deja ver que el Señor no oculta su muerte a Marcelino, al contrario, se muestra ante él clavado en la Cruz, un Cristo sufriente que habla e interpela al pequeño.
El misterio del dolor
Difícil es para los niños entender el dolor, es terriblemente complicado explicarles la muerte de un familiar. ¿Cómo hacerles entender entonces la muerte de todo un Dios?
Parece imposible que un niño pueda entender que ese mismo Jesús, de quien decimos que iba por los pueblos curando a las personas, echando demonios y resucitando muertos, es el mismo que luego clavan en un madero y muere impotente. Sin embargo, estoy convencida de que los niños entienden la Pasión mucho mejor que nosotros.
Para los adultos, el dolor de la Cruz es un sinsentido, pero los niños son mucho más sencillos. Para ellos tiene todo el sentido del mundo que nadie reconozca a Superman cuando se pone gafas y dice que es un periodista, a pesar de que esa cara de Henry Cavill nosotros la reconoceríamos hasta en Mercadona. Para los niños es perfectamente posible que una pelota de goma desaparezca en tu mano y que los juguetes cobren vida por la noche.
La sabiduría de los niños
Los más pequeños creen todo esto porque piensan que quien lo hace es capaz de ello. Cristo, que podía resucitar a otros, curar a los enfermos y calmar las tormentas, puede morir en la Cruz, sencillamente porque es capaz.
En nuestras manos queda explicarles que no sólo muere porque puede, sino porque quiere. Que lo hace por ellos, por ti y por mí. La Cruz tiene un sentido, no es un absurdo, un capricho de Dios. Todo aquel que contempla el Vía Crucis puede ver que este es un camino de amor. Los niños, que se complican mucho menos que nosotros (y precisamente por eso son mucho más sabios), pueden entender la Pasión de una manera que nosotros, con nuestras gafas de adultos, no podemos ver.
“Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el Reino de Dios”. Lo que Cristo conquistó para nosotros en la Cruz es exactamente eso, el Reino de los Cielos. Si de los más pequeños es el Cielo, no les escondamos al Crucificado, que es más suyo que nuestro.
Tal vez, este año sea el momento de mirar la Cruz con los ojos de Marcelino, quitándonos las gafas que nos hacen miopes. Dejemos que los niños suban también al Calvario, que nos acompañen. Evitemos el sobreproteccionismo de padres que, con buena intención, olvidamos que Jesús también les llama a ellos, porque el Reino de Dios es suyo. Así tal vez descubramos lo más bello de la Pasión, ese misterio que solo se descubre con la mirada de los pequeños.