Leía recientemente una reflexión de don Fabio Rosini, recogida en su último libro: L’arte di guarire (el arte de sanar). Afirmaba el sacerdote romano -aplicando el lenguaje médico al ámbito espiritual- que la mayoría de las veces cometemos el error de emitir un juicio sobre los síntomas, sin llegar a las causas que producen la enfermedad.
Llevamos años acarreando una crisis migratoria que en Europa se ha cobrado la vida de decenas de miles de personas en las aguas del Mediterráneo. Recientemente hemos contemplado al gobierno de Bielorrusia empleando a los migrantes como un recurso para hacer presión en la frontera con Polonia, o cómo el Canal de la Mancha se ha convertido en un nuevo escenario de muerte.
El problema es endémico y la solución no parece fácil ni cercana. La política se enreda en una retórica hecha de acusaciones al de enfrente, a la vez que se destinan millones de euros a terceros países para contener el avance migratorio.
Y, a pesar de todo, no damos con el diagnóstico, porque estamos tan concentrados en aliviar los síntomas que no acertamos con la causa. Quizá porque no es sencilla y exige un alto coste. El Papa Francisco no tuvo reparos en enunciarla en forma de interrogación durante su visita al campo de refugiados de Mitilene, en la isla de Lesbos, el pasado 5 de diciembre: “¿Por qué […] no se habla de la explotación de los pobres, o de las guerras olvidadas y a menudo generosamente financiadas, o de los acuerdos económicos que se hacen a costa de la gente, o de las maniobras ocultas para traficar armas y hacer que prolifere su comercio? ¿Por qué no se habla de esto?”.
El Pontífice alentó a enfrentar las causas remotas y a emprender acciones concertadas, con amplitud de miras. Y lanzó una súplica desgarradora: no convertir el mare nostrum en mare mortuum. “¡Detengamos este naufragio de civilización!”