Charlando el otro día con un amigo que acaba de ser padre, calculamos que, de haber tenido los beneficios sociales de los que están disfrutando él y su mujer por tener un hijo, el Estado nos debe –a mí, a mi esposa y a toda la familia– más de dos años de baja laboral.
Me parecen bien todos los beneficios que se den desde las administraciones para ayudar a las familias, sobre todo en los primeros años de vida de los hijos, pero vaticino que hará falta algo más que estímulos laborales o económicos si queremos salir del invierno demográfico en el que nos hemos metido.
Y es que, no lo olvidemos, la popularización de los anticonceptivos y el uso del aborto como un método más a finales del siglo XX supuso un cambio de paradigma en lo más profundo de la identidad humana. Los hijos dejaron de ser un regalo sorpresa que nos deparaba (o no) la vida, para convertirse en un objeto al que se accedía solo si entraba en los planes de los padres.
Empezaron, pues a nacer personas por encargo destinadas a satisfacer los deseos humanos más dispares. Quizá usted que me lee fue en su día para sus padres una persona-peluche, una persona-espejo o una persona-parejita. Y obviamente, cosas de la vida, quizá usted no satisfizo para nada los deseos de sus padres pues, en el primer caso su carácter es arisco y olvida siempre llamarlos por su cumpleaños; en el segundo caso, no siguió la carrera de su padre ni quiso heredar el negocio de su madre; y, en el tercer caso, resultó ser del mismo sexo que el primer retoño, fastidiando a uno de sus dos progenitores.
Los hijos, vengan como vengan, tienen la maldita costumbre de no indicar previa y detalladamente sus especificaciones, como corresponde a cualquier buen producto de Amazon. Muchísimos salen rana y hacen no lo que el solicitante quiere, sino lo que les parece a ellos. Ya ni siquiera se hacen cargo de los padres cuando les llega la hora de ser cuidados, lo que en justicia compensaba el esfuerzo de criarlos.
Entonces, ¿para qué ser padres?, ¿cómo motivar a las parejas a apostar por la vida? Para responder a esta pregunta no hay más que retroceder unas décadas en el tiempo y analizar lo que pasó en la época en la que fuimos concebidos los llamados baby boomers, los hijos de la explosión demográfica posterior a la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué tenían nuestras familias para que la natalidad experimentase un boom de tal calibre? Ciertamente, la pujanza económica ayudó, pero hoy somos mucho más ricos que entonces y todo nos parece poco. Lo que realmente animaba a las familias a no tenerle miedo a los hijos era no tenerle miedo al mañana. El hecho de haber dejado atrás las guerras, hizo que la sociedad mirara hacia delante con ilusión, ya que cualquier tiempo futuro sería siempre mejor que el infierno bélico. Un embarazo era un motivo de alegría porque se consideraba un bien para la familia, para el pueblo, para la sociedad.
No eran condiciones especialmente buenas en lo económico ni en lo laboral, muchos trabajaban de sol a sol o tuvieron que emigrar, pero había esperanza. En un discurso reciente, el Papa acaba de afirmar precisamente que: «si nacen pocos niños significa que hay poca esperanza», denunciando que las jóvenes generaciones «crecen en la incertidumbre, cuando no en la desilusión y el miedo. Viven en un clima social en el que fundar una familia se está convirtiendo en un esfuerzo titánico, en lugar de ser un valor compartido que todos reconocen y apoyan».
He sido testigo en unas cuantas ocasiones de cómo la gente no tiene reparo en afearle a una madre joven, orgullosa, con su precioso bebé en brazos, el hecho de traerlo al mundo por “lo mal que están las cosas y el mucho trabajo que dan”.
Un bebé es una bofetada al amargamiento general que nos invade, al supuesto progreso con cara de vinagre; es una pedorreta en la cara de los profetas de calamidades; es un grito de esperanza en medio de un mundo ensimismado en darse gusto sin caer en que el hombre y la mujer se realizan en el servicio, en la donación a los otros y al mundo entero.
Un hijo es una pancarta que dice NO al consumismo, NO al individualismo, NO a la pérdida de los vínculos humanos, NO al suicidio colectivo en el que nos hemos embarcado como sociedad hastiada de bienes terrenales, pero sin nada que esperar, sin un sentido común.
Urge volver a los valores intangibles y espirituales, esos que nos hicieron salir de la cueva y progresar como especie mirando hacia adelante, sin miedo al futuro, empujándonos unos a otros como tribu. ¿Quieren hijos? Busquen la fuente de la esperanza que no falla. Vale más que todo el oro del mundo.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.