Visitemos con Jesús la aldea de Naín, el “anfiteatro” donde se exhibirá uno de los dramas más escalofriantes de los evangelios. Su puerta era un angosto arco de sencilla arquitectura la cual misteriosamente se convirtió en un cruce de caminos muy importante; el encuentro cara a cara de dos caravanas con tan diferentes agendas y rumbos: la procesión de la muerte y la procesión de la vida.
Jesús ese día iba acompañado de una festiva multitud numerosa siguiendo el suculento itinerario de prodigios y milagros, enseñanzas novedosas y parábolas imaginativas del impredecible maestro de la Galilea. Estos ya habían saboreado destellos de bendiciones, presenciado milagros de sanaciones en pueblos y aldeas anteriores, y como en un crescendo sinfónico anticipado de un buen director de orquesta, esperaban más profundidad e intensidad según avanzaba el día hasta ser llevados a una gran ovación de entusiasmo. Y no fueron decepcionados.
Las procesiones del corazón
El contraste no pudo haber sido más marcado. En el pueblo de Naím ya estaba congregada otra multitud al estilo de las procesiones fúnebres de todos los tiempos y culturas. Llevaban a enterrar a un joven, hijo único de una viuda a quien la vida golpeó despiadadamente con dos pérdidas consecutivas e irreparables. Podemos imaginarnos a gente de rostros ensombrecidos envueltos en una contagiosa tristeza colectiva, cuestionando el sin sentido de una breve existencia. Vestidos de luto, caminaban a pasos lentos como los hebreos extraviados en el desierto o como soldados que perdieron una guerra. Cuando no se acepta la realidad algunos argumentan, otros se rebelan, unos cuantos se resignan, pero muchos se sumergen en sus silencios y se ahogan en sus lágrimas. La amalgama de reacciones humanas ante la tragedia es muy diversa.
Ambas procesiones se confrontaron bajo la sombra del pequeño arco de la entrada a Naín, pero ¿cuál entra? ¿cuál sale? Como cuando en las puertas del corazón humano se disputa la entrada o salida de la tristeza o la alegría, de la esperanza o la desesperación. ¿Cuál de estos sentimientos termina gobernando nuestro corazón? ¿Cuál de las dos multitudes protagonizará el evento? ¿En cuál de estas dos procesiones caminamos tú y yo?
Los integrantes de la procesión fúnebre de Naín no tuvieron que tomar la decisión si detener la procesión o proseguir: Jesús tomó la decisión por ellos. Los pies del Maestro cruzaron el umbral de la puerta de Naín antes de que los caídos salieran de «Naín» cargando las sombras de sus hijos perdidos y fallecidos. Solo Jesús ha transitado por la frontera impenetrable de la vida después de la muerte, y en este evangelio nos da un anticipo.
Mujer, no llores
En realidad son muchas las mujeres, como la viuda de Naím, quienes viven maternidades llenas de dolor porque dejaron de sonreír al perder a sus hijos en vicios, en problemas mentales, en estilos de vida destructivos, o porque sus hijos simplemente abandonaron la fe de sus padres. Todas estas son también experiencias de muerte y duelo.
De pronto Jesús pronunció las palabras convertidas en órdenes al corazón, que sigue emitiendo ante los corazones de todas las madres que gimen e imploran por sus hijos perdidos: “Mujer, no llores más”. Pues el milagro en Naín era también para la madre como también lo será para todas las madres que ya no pueden con la pena de cargar hijos moribundos por los callejones ensombrecidos de sus historias. Transformaré tu duelo en alegre danza.
Dice el evangelio que Jesús se compadeció de la madre. Con las madres que se convierten en intercesoras de sus hijos, convirtiendo sus desvelos y sacrificios en reverentes e incansables oraciones, Jesús no escatima en misericordias al trasladar a sus hijos de caminos de muertes a caminos de vida. Estos son milagros que vemos a diario en los retiros de conversión y sanación donde llegan a participar jóvenes moribundos quienes regresarán a la vida y conocerán nuevas alegrías.
Por eso, mujer y madre, cuando reces por tus hijos, aprópiate del versículo 15 de este hermoso evangelio: el joven que estaba muerto se levantó, comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. ¡La alegría de esta mujer no estaba agendada en los calendarios humanos! ¡Así como el padre del hijo pródigo estalló de júbilo al ver regresar a un hijo a quien ya creía perdido para siempre! Este gozo tuvo que haber sido más impactante que lo que sintieron al verlos nacer. ¡Con razón hay fiesta en el cielo amenizada por coros celestiales cada vez que un hijo de Dios regresa a la casa del Padre!
Y con la autoridad que detuvo la tormenta del mar de Galilea, ordenó que se detuviera el paso de la muerte, interceptó la violencia del dolor, tocó al joven muerto y le dijo: “Joven levántate”.
Joven levántate
Con razón alguien dijo y todos repetimos, “con tan solo una palabra tuya bastaría para sanarme”. ¿Cuál de esas palabras necesitamos? ¿Hágase, detente, sígueme, mira, camina, límpiate, cree, levántate?
El milagro de Naím es para los jóvenes quienes perdieron su inocencia, su libertad, sus ilusiones, porque terminaron atados a ideologías y conductas dañinas o seducidos por la mentira del pecado. Deben de recordar que la vida es ese tiempo prestado, un contrato con condiciones estrictas, a veces pasa lentamente y otras veces pasa muy rápido y sin darnos cuenta. De la misma manera deben recordar que la muerte es ese enigma, misterio, castigo o premio, libro que se cierra o eternidad que comienza. Pero más que nada, al escuchar la voz de Dios es el momento de ofrendar la carne y sus pasiones como semilla que cae en la tierra, para liberar el espíritu a su verdadero destino dejando de ir tras sueños efímeros e ir en busca de propósitos sobrenaturales. Esa revelación y concientización también levantó al hijo pródigo de su error (Lucas 15, 11-32) y lo regresó, no a una vida nueva, sino a la vida de antes que temporalmente había perdido en el engaño del pecado.
El milagro es para todos
Los habitantes de Naín no tuvieron que continuar en la procesión fúnebre. Fueron invitados a integrarse en la procesión de la vida. Se quitaron el vestido de luto armándose de nuevas ilusiones y fortalezas al optar por seguir creyendo y confiando en la vida aun cuando la realidad presente era desconcertante. ¡Hay esperanza si creemos en un Dios que todo lo puede, para quien nada le es imposible! El sollozo de los que lloraban fue transformado en notas bien afinadas, en el canto de los reanimados por las esperanzas proféticas que caracterizaría la visita del Mesías en la tierra:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y enviado con la buena nueva a los humildes. Para sanar corazones heridos, Para anunciar a los desterrados y a los presos Su vuelta a la luz. Para publicar un Año Feliz lleno de los favores de Yahvé. Para consolar a los que lloran Y darles a los afligidos de Sion. Una corona en vez de cenizas, el aceite de los días alegres en lugar de ropa de luto. Cantos de Felicidad en vez de tristeza»
Isaías 61,1-3
El milagro de Naím es para los que necesitan que el Dios de los imposibles impacte de temor a los incrédulos, inunde de amor a los empobrecidos, levante con poder a los desalentados, y resucite todo lo que se creía innecesariamente fallecido.
El autor de la vida visitó el umbral de la muerte. De tantos milagros de Jesús de sanaciones de enfermos y liberación de cautivos, hay tres eventos que presentan a un Dios comprometido personalmente con la acción restauradora del ser humano en tres etapas de la vida: cuando regresa a la vida a la hija de Jairo (Mateo 5, 21-43), al joven hijo de la viuda de Naím (Lucas 7, 11-17), y a Lázaro de Betania (Juan 11). Al regresar a la vida a una niña, a un joven y a un hombre adulto, el poder sanador de Dios se ofrece en la totalidad de la vida del ser humano.
Dios siempre llega a tiempo
En estos tres evangelios de “resurrecciones” vemos que una humanidad caída y desmantelada de su dignidad original de hijos de Dios, necesitará más que gestos sanadores; necesitará de una violenta intervención de su Creador para arrancarlo de las garras de la muerte y del silencio de los asfixiantes sepulcros donde el pecado muchas veces le encierra y quiere destruir.
Dios a veces se tarda, pero siempre llega a tiempo. Si Jesús hubiera llegado a Naín horas antes, tal vez el milagro hubiera sido el de sanar a un enfermo. Si Jesús hubiera llegado a Naín horas después, el milagro hubiera sido el de traer consuelo a la madre y al pueblo. El mismo Jesús que escogió llegar en ese preciso instante a Naím conoce también las urgencias y los apremios de tu vida para a tiempo rescatarte de la desesperación y aflicción que las diversas experiencias de muerte obligan a sufrir.
Por eso, mujer y madre, no llores más pues Dios te promete que tus hijos se levantarán. Por eso, hijos, salgan de los caminos de muerte e intégrense en la procesión de la vida.