Hace unas semanas pude asistir a una conferencia sobre esta obra de Miguel Delibes (1920-2010) impartida por la profesora Nieves Gómez en la Universidad Villanueva de Madrid. Me entraron ganas de leerme este magnífico libro que refleja la intensa relación que tuvo el escritor español con su mujer, Ángeles de Castro, con la que había tenido 7 hijos y el fulminante final de ella en 1974, a causa de una enfermedad cerebral. Libro personal y muy delicado, escrito en un estilo intimista. Se habían conocido de muy jóvenes y se casaron en 1946, en Valladolid (Delibes tenía 26 años y Ángeles, 20). Fueron, pues, casi 30 años de matrimonio muy fecundo, además de por los hijos, por la vocación literaria de Delibes, que nació tras casarse, probablemente por la fe de ella en el talento de él: “Me conmovía su confianza en mis posibilidades. Imaginaba que si había destacado pintando en cualquier parte, haciéndolo adecuadamente podría llegar a ser un genio”.
El libro es reflejo de su vida personal, bajo la identidad de un pintor que ha perdido la inspiración tras la muerte de su esposa y musa. Se refugia entonces en la bebida con enorme nostalgia (más que nada porque le hace tener momentos en que cree poder volver a ver a su mujer). Transmite la rica personalidad de Ángeles de Castro y una muestra concreta de cómo es la razón vital femenina. Era una mujer resuelta, de armoniosa figura -que los 7 embarazos no estropearon-, con los ojos bien abiertos a la realidad y la capacidad de mejorar el mundo que le rodeaba.
Alguien a quien le gustaba dar sorpresas y recibirlas, con una elegancia natural y una “intuición selectiva” innata. Una mujer “de mirada cómplice”, que tenía “una admirable capacidad para crear ambientes” y que era “enemiga de difundir malas noticias”. Pero esto necesariamente debía tener su contrapartida: “Cuando ella se apagaba, todo languidecía en torno”, “faltaba su alegría”.Una persona que tenía “una admirable capacidad para crear ambientes” y que en sus viajes era capaz de ir más allá de los acartonados ambientes académicos (que a Delibes no le gustaban). Recuerda cómo ella había tocado las castañuelas en un encuentro de profesores en la Universidad de Yale y había animado la reunión.
Tenía un gran encanto personal y don de gentes. En determinado momento del libro, se dice: “La estética también cuenta”. El protagonista del relato le dice a su hija que “el poder de seducción de tu madre era arrebatador” y en otro fragmento, “su fe me fecundaba porque la energía creadora era de alguna manera transmisible”. Era una mujer de enorme amabilidad y capacidad de habitar la vida de los otros: “Tenía la facultad de inmiscuirse en casa ajena, incluso de interrumpir el sueño del prójimo, sin irritarlo, tal vez porque en el fondo todos le debían algo”. Alguien a quien desagradaba la vulgaridad y la burocracia, pues era impermeable a sus encantos. Una mujer con un talento innato para el trato interpersonal y para recibir confidencias. En este sentido, el escritor realza su “tacto para la convivencia, sus originales criterios sobre las cosas, su delicado gusto, su sensibilidad”. Uno de sus consejos en época de escasa creatividad fue “No te aturdas; déjate vivir”.
Una mujer con un fino oído musical, que podía hacerse entender a los pocos días de estancia en un país extranjero y que le permitía tener ritmo: “Era el suyo un oído intuitivo que, a veces, le permitía captar lo inexpresado”. Una mujer que odiaba la rutina y sabía hacer de cada día un evento único. Se trataba de una mujer que supo ser feliz. Al saber el diagnóstico de tumor cerebral, su expresión fue: “Hoy estas cosas tienen arreglo, dijo. En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo cuarenta y ocho horas en toda una vida”. Alguien a quien no le importaba acumular años (y experiencia), pues no solo es que los años pasan, sino que quedan: “cada mañana, al abrir los ojos, se preguntaba: ¿Por qué estoy contenta? E inmediatamente, se sonreía a sí misma y se decía: Tengo una nieta”.
Delibes nos deja en esta obra reflexiones fascinantes sobre la vida, sobre el verdadero conocimiento, sobre la belleza, al describir a su mujer como una persona con el don de descubrirla en los lugares más precarios e incluso de crearla: “¿De quién aprendió entonces que una rosa en un florero puede ser más hermosa que un ramo de rosas o que la belleza podía esconderse en un viejo reloj de pared destripado y lleno de libros?”. Como no podía ser de otro modo, el libro es una profunda reflexión sobre la muerte, pero no tanto en sentido biológico, sino biográfico, como la pérdida de una vida compartida. Y esto, con momentos delicadamente conseguidos, como cuando, la víspera de la operación, la enferma lee un poema del escritor italiano Giuseppe Ungaretti, titulado “Agonía”: Morir como las alondras sedientas/ en el espejismo. / O, como la codorniz/ una vez atravesado el mar/ en los primeros arbustos…/ Pero no vivir del lamento/ como un jilguero cegado.
Indudablemente, es una reflexión sobre la complementariedad que existe entre hombres y mujeres, y cómo nos equilibramos mutuamente. En este sentido, realza de su mujer la “viva imaginación y una sensibilidad delicada. Ella era equilibrada, distinta; exactamente el renuevo que mi sangre precisaba”. En otro pasaje, señala concisa pero exactamente: “La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro administraba”.
Esta obra en concreto es una reflexión a fondo sobre la felicidad cotidiana, sobre cómo la clave de ella está en la convivencia continuada: “Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad”.
El libro es también un reflejo de una religiosidad cotidiana, vivida por parte de Ángeles de Castro: “Tu madre conservó siempre viva la creencia. Antes de operarla confesó y comulgó. Su fe era sencilla pero estable. Nunca la basó en accesos místicos ni se planteó problemas teológicos. No era una mujer devota, pero sí leal a los principios: amaba y sabía colocarse en el lugar del otro. Era cristiana y acataba el misterio. Su imagen de Dios era Jesucristo. Necesitaba una imagen humana del Todopoderoso con la que poder entenderse”.
La obra habla también –indirectamente- de los avatares de la sociedad española por entonces (años 70 del s. XX): las huelgas estudiantiles, las detenciones, las revueltas, las torturas en las cárceles. En este sentido, el escritor se refiere a la detención de los dos hijos del matrimonio, Léo y Ana, que es la interlocutora del pintor. Aparece una mención a Franco en un momento en el que el pintor y su mujer visitan a sus hijos en la cárcel. En este sentido, dice la mujer del artista: ‘“Ese hombre no va a ser eterno”, como bajándole del pedestal’. Se trata, además, ciertamente, una obra que lleva implícita una crítica a la educación uniformante y estandarizada, que no permite el desarrollo de la personalidad: “Le irritaban la estructuración de la carrera, los profesores adocenados, las ideas impuestas. Su cabeza caminaba muy deprisa, iba por delante de la de sus mentores”.
Otros temas que siempre estaban en la mente de Delibes: La combinación de lo rural y lo moderno: “Había que insertar lo moderno en lo rural sin recurrir a la violencia”. La soledad de los ancianos, como cuando relata la capacidad de dar compañía a las personas mayores que tenía su mujer: “Estos viejos locos, solitarios, nunca faltaron en la vida de tu madre: […] Todos eran ancianos irreparables, a quienes la insolidaridad de la vida moderna había cogido desprevenidos. Se sentían perdidos en la vorágine de luces y ruidos, y daba la impresión de que ella, como un hada buena, iba tomándolos de la mano, uno a uno, para trasladarlos a la otra orilla”. La comunicación entre generaciones: “Atendía a todos, lo mismo a los viejos, con sus cominerías, que a los adolescentes con sus equívocas intimidades. No regateaba su entrega”.
En definitiva, un libro que vale la pena leer.