Traducción del artículo al inglés
El presidente norteamericano hizo pública el lunes en la Casa Blanca la imagen infrarroja más profunda y nítida del universo lejano tomada hasta la fecha.
La fotografía muestra el cúmulo de galaxias SMACS 0723 como lucía hace 4.600 millones de años (ese es el tiempo que ha tardado la luz en llegar hasta las lentes del telescopio espacial James Webb que lo ha captado).
Impresiona contemplar cómo cientos de galaxias, cada una con sus cientos de miles de estrellas, se apretujan por salir en la foto a color.
Como explican desde la NASA, el encuadre recoge una porción de universo tan pequeña como vería una persona desde la tierra un grano de arena sostenido a la distancia de un brazo extendido. ¡Cuánto más nos quedará por explorar!
Con el envío de sus primeras imágenes, Webb ha demostrado ser el principal observatorio científico espacial del mundo, tomando el relevo del mítico telescopio Hubble.
Este maravilloso ingenio es fruto de la colaboración de las agencias espaciales norteamericana, europea y canadiense, sin embargo, el presidente Biden se tomó la libertad de adelantarse un día a la fecha de publicación pactada con los socios del proyecto para ponerse la medalla y afirmar: «Estas imágenes van a recordar al mundo que Estados Unidos puede hacer grandes cosas, y recordar al pueblo estadounidense, especialmente a nuestros niños, que no hay nada que esté más allá de nuestra capacidad».
La frase sobrecoge especialmente cuando, tan solo unos días antes, el mandatario había firmado una orden ejecutiva para «negar a los niños por nacer su derecho humano y civil más básico, su derecho a la vida», como afirmaría el arzobispo de Baltimore y presidente del Comité de Actividades Provida de la Conferencia Episcopal Norteamericana.
Claro que son dos temas muy distintos y que puede parecer burdo mezclarlos, pero, en el fondo, ambas actuaciones revelan la autosuficiencia, no de una persona, sino de un sistema que cree realmente que “no hay nada que esté más allá de nuestra capacidad”.
El soberbio no se inmuta ante la evidencia de la vida humana no nacida, ni siquiera ante el estremecedor misterio del espacio insondable. Si soy Dios, ¿quién me impide hacer lo que quiera?
Corrían los primeros años 80 cuando tuve la suerte de ver una de las más famosas series de divulgación científica de la historia: Cosmos, de Carl Sagan. Siempre repito que, paradójicamente, esta magnífica obra de un agnóstico convencido y militante fue clave en mi vida de fe.
Recuerdo quedarme extasiado contemplando las imágenes de nuestro universo y escuchando sus claras explicaciones que me hacían admirar la belleza de la naturaleza y a la vez la genialidad del espíritu humano que es capaz de comprenderla y darle sentido.
Eran los años de la guerra fría, cuando el miedo a una hecatombe nuclear sobrevolaba el subconsciente colectivo. Películas como “El día después” o “Juegos de guerra” nos pusieron ante la cruda realidad: la vida sobre la tierra pende del hilo de la soberbia de cuatro poderosos o de un ordenador mal configurado.
En mi conciencia infantil, no encontraba explicación a la doble vertiente del ser humano: alguien que es capaz de lo mejor y de lo peor.
Decepcionado, encontré la clave en la catequesis de Primera Comunión (aquellos maravillosos años), cuando cantábamos “Yo pensaba que el hombre era grande por su poder, grande por su saber, grande por su valor, yo pensaba que el hombre era grande y me equivoqué, pues grande solo es Dios”.
Descubrí entonces, y tras 40 años de experiencia lo sigo corroborando, que cada vez que el ser humano trata de ocupar el lugar de Dios se estrella estrepitosamente y que las personas verdaderamente grandes son las que, poniendo todo de su parte, reconocen que no lo saben todo, que no lo pueden todo.
Son aquellos que, ante la contemplación de la inmensidad del cosmos, son capaces de ver su absoluta insignificancia espacio-temporal y, por ello mismo, el absoluto valor de cada habitante del planeta Tierra.
En estos años 20 del siglo XXI en los que se han vuelto a desempolvar los maletines nucleares, hacen falta hombres y mujeres capaces de sobrecogerse ante el valor inalienable de toda vida humana, personas que pongan todas sus capacidades, no a favor de la muerte, sino de la vida.
Ojalá la contemplación de las imágenes del Webb pueda ayudarnos a no ensoberbecernos, a no equivocarnos sobre la condición humana y a entender que es precisamente por ser tan pequeños y frágiles por lo que somos tan valiosos.
Como un juguete de cristal.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.