Los seres humanos somos gregarios por naturaleza. Tenemos la necesidad de integrarnos en un grupo con el que compartamos algo: identidad, valores, intereses…. El problema está cuando esos bandos se convierten en cárceles ideológicas que impiden el diálogo.
El más claro ejemplo de ello lo encontramos en el panorama político, donde los partidos explotan el “nosotros” frente a todos los demás, fomentando un efecto de centrifugado que ha dado lugar al actual clima de polarización.
Se juzga al contrario por ser contrario, se analiza hasta el último gesto buscando defectos que nos reafirmen en porqué no somos de ese otro grupo, mientras que sus virtudes, por fastidiosas, tratamos de minimizarlas.
Hombres contra mujeres, jóvenes frente a mayores, conservadores versus progresistas, madridistas frente a culés, creyentes cara a cara con agnósticos… Tienes que definirte, tienes que afiliarte ¿de qué grupo eres y contra quién estás?
Nos informamos en los medios de comunicación y con los comunicadores que coinciden con nuestro punto de vista, porque cuando cambiamos de marca nos incomodamos.
Nos gustan los compartimentos estancos, encapsular a las personas, porque así se simplifican nuestras relaciones. Si vas a Misa, entonces eres de derechas, homófobo y taurino; si luces rastas, entonces eres de extrema izquierda, animalista y fumas marihuana; si eres joven, solo te interesan las redes sociales, eres proabortista y no sabes lo que es trabajar; y si eres mayor, no te enteras de nada y solo piensas en el dinero. Los prejuicios nos hacen la vida más fácil porque nos ahorran pensar, pero lo cierto es que no son verdad. No conocemos a una persona hasta que no hablamos con ella, conocemos su historia, sus circunstancias, sus motivaciones y sus miedos, y muchas veces nos sorprendemos cuando, después de una conversación con aquella persona que nos caía mal, descubrimos a alguien con quien nos encantaría pasar más rato o incluso toda una vida, como me pasó a mí con la que hoy es mi mujer.
En su mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales que celebraremos el próximo domingo, el papa Francisco nos invita precisamente a fomentar una comunicación abierta y acogedora, y nos anima a ejercitarnos en la escucha «que requiere espera y paciencia, así como la renuncia a afirmar de modo prejuicioso nuestro punto de vista. (…) Esto lleva a quien escucha a sintonizarse en la misma longitud de onda, hasta el punto de que se llega a sentir en el propio corazón el latido del otro. Entonces se hace posible el milagro del encuentro, que nos permite mirarnos los unos a los otros con compasión, acogiendo con respeto las fragilidades de cada uno, en lugar de juzgar de oídas y sembrar discordia y divisiones».
El mayor peligro de encasillarnos pensando que los míos son los buenos y los otros son los malos está cuando no somos capaces de ver a los malos de dentro o a los buenos de fuera porque nos descoloca.
El mal es más inteligente que cualquiera de nosotros, sabe moverse bien de bando y no tiene ningún reparo en cambiarse a su antojo. El fascista que justificaba el exterminio de personas con síndrome de Down por el bien de la raza aria ahora lo hace por la defensa de la mujer bajo la bandera del derecho a decidir y el progresismo; el censor que decidía antes qué se podía decir o no públicamente para defender los valores de regímenes dictatoriales, ahora hace lo mismo en favor de la cultura woke; el pederasta que se metía a cura para estar cerca de los niños ahora se hace entrenador de fútbol base o funda una ONG; quien humillaba a los homosexuales por el mero hecho de serlo, ahora trata con desdén a las familias tradicionales; el señor feudal que ejercía sus injustos privilegios sobre el pueblo lo hace ahora como burgués republicano; la alcaldesa corrupta de derechas cede su asiento tras las elecciones a una alcaldesa corrupta de izquierdas… y así podríamos seguir con una lista infinita de males que no son propios de unos u otros grupos, sino de la especie humana.
Cuando el bien o el mal se relativizan dependiendo de en qué bando estén, perdemos uno de los mayores regalos, quizá el mayor, que Dios nos dio, el de la libertad porque terminamos aceptando el mal o rechazando el bien ante la presión del rebaño.
Seamos astutos como serpientes para no ver a los demás en blanco y negro, sino en la infinita gama de colores que nos es propia. Solo así podremos detectar el mal propio y el bien ajeno, porque en realidad estamos todos en el mismo grupo: el de la gran familia humana herida, eso sí, por el mal desde el principio.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.