La Semana Santa en Pontevedra no es la de Valladolid o la de Sevilla pero, a pesar de todo, me ha sorprendido el número de jóvenes que salieron a las calles en una zona de España donde el derroche de emoción no es precisamente el gesto habitual. Mientras veía pasar los sucesivos pasos pensé en cómo muchos jóvenes somos capaces de sentirnos conmovidos ante la belleza de un Cristo doliente sin que eso repercuta significativamente en nuestra vida. Las procesiones no son un invento del cristianismo, en la antigüedad griega, los habitantes de las polis ya sacaban a hombros a sus dioses. La admiración del hombre europeo por el espectáculo se encuentra en los genes, la oportunidad de entrever la realidad sobrenatural del símbolo religioso está en el alma. No existe nada más terriblemente bello que un Dios muriendo, que se lo pregunten a Unamuno, Velázquez o a Mel Gibson. Pero para un cristiano, la muerte de Cristo no es espectáculo, es algo que debe ser vivido desde dentro.
La maravilla de las procesiones no estriba en su capacidad de electrizar la sensibilidad, sino en la posibilidad de que la tensión de los sentidos mueva el alma a compartir la cruz de Cristo. Existen en la Pasión dos perspectivas fundamentales: la del espectador y la de Simón de Cirene. El espectador contempla un escenario que puede provocarle risa, indiferencia, repulsión o admiración; siempre guardará una distancia con la belleza que contempla por lo que esta difícilmente tendrá impacto en su vida. Simón de Cirene no sabe como fue el camino de Cristo hacia el Calvario, no podría pintarlo, ni describirlo como lo han hecho tantos artistas; pero sí conoce bien el peso exacto de aquella Cruz, el ardor de las astillas clavadas en la carne o el jadeo extenuado de Jesús. En las procesiones de Semana Santa, en las clases en la Universidad, con nuestros amigos o conocidos siempre adoptamos un papel de los dos anteriores, muchas veces, dejando que los genes nos jueguen una mala pasada.