Con frecuencia, recuerdo aquel relato de una amiga sobre su conversión. La llamaba así, su conversión, como si hubiera conocido “de nuevas” a Dios. Y no era una persona alejada ni mucho menos, joven de misa diaria, de oración frecuente… un “mirlo blanco”, podríamos decir… y se convirtió.
Porque todos, al fin y al cabo, tenemos un san Pablo dentro que a veces se cae de un caballo, otras de un banco de la iglesia en el que se había dormido, o quizás en un charco… En este caso fue en un viaje a Tierra Santa, frente a la orilla del mar de Tiberíades cuando, escuchando el relato evangélico de Juan, notó que, como a Pedro, Cristo le preguntó, directamente, sin anestesia: “¿me amas más que estos?”… lo había oído cientos, miles de veces, en Misa, leyendo el Evangelio, en retiros y peregrinaciones varias.
Pero las palabras se volvieron -“conversus”-, hacia ella y, por primera vez, notó que si, que efectivamente Dios le preguntaba si le amaba de verdad. Dios ya sabía que era buena, que intentaba hacer las cosas bien, que era hasta “ejemplar”, pero la puso frente a frente a la verdadera razón que habría de mover esa vida: el amor.
¿Me amas más que éstos?, ¿más que a estos?, ¿más que a la vanidad de ver lo estupenda que eres?, ¿más que, incluso, a todo eso bueno que haces?…
Y allí, en esa playa nada paradisíaca, aquella persona buena, se convirtió.
Tomó la razón del amor a Dios, que es lo que importa en esta vida y la medida de juicio en la eternidad. Siguió yendo a misa, continuó con su vida de siempre, pero bajo una perspectiva diferente: la de querer-querer a Cristo.
La vida cristiana no se fundamenta en “ser buena” o “sentirse bien”. La base, lo que da sentido a esto es elegir a Cristo, amar a Cristo. Como afirma Benedicto XVI “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Estamos en este mundo por amor (por amor de Dios, de nuestros padres en la mayor parte de los casos, por amor de quienes nos cuidan) y para amar, y mira tú por donde, la secuencia es bastante parecida. Todos tenemos clara esta máxima y, sin embargo, su olvido es recurrente en la historia de la humanidad: olvidamos que Dios nos ama y deformamos, manipulamos y degradamos el significado del amor y entonces elegimos otras cosas, que no ha de ser malas… pero que no son Dios.
Con gran maestría relataba, en este sentido, el cardenal Fco. Xavier Nguyen Van Thuan una luz que tuvo, cuando, siendo un joven obispo, fue encarcelado a 1,700 km de distancia de su diócesis en una mínima celda. Allí, sufriendo por todo lo bueno que había empezado a hacer y que ya no podía continuar “Una noche, desde el fondo de mi corazón oí una voz que me sugería: ‘¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has realizado y deseas continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para evangelización de los no cristianos… todo esto es una obra excelente, ¡son obras de Dios, pero no son Dios! ¡Si Dios quiere que abandones todas estas obras, poniéndolas en sus manos hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios lo hará infinitamente mejor que tú; confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. Tú has elegido sólo a Dios, no sus obras’”.
Directora de Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.