¿No han leído —replicó Jesús— que en el principio el Creador “los hizo hombre y mujer”, y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa, y los dos llegarán a ser un solo cuerpo”? Así que ya no son dos, sino uno solo. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mt 19, 4-6).
¿En dónde ha quedado este llamado de Jesús? Las estadísticas más recientes revelan datos desalentadores: en México durante 2022, se casaron 507.000 parejas, mientras que 166.000 se divorciaron. Y se ha observado que la cantidad de personas que deciden casarse va a la baja. Las tasas de divorcio en países de América Latina es de 32% y es aún más alta en países como España o Estados Unidos en que se reporta el 50%.
Hace algunos años recibí un mensaje muy especial: una mujer grabó entre lágrimas las siguientes palabras: “quiero agradecerle a ustedes (que creen en el matrimonio para siempre), el que me hayan alentado a perseverar en mi lucha por mantener el mío. Quiero decirles que las únicas personas que creyeron que mi matrimonio podía ser restaurado fueron ustedes. Y hoy les llamo para decirles, que después de 3 años y medio de lucha en fe, mi esposo ha vuelto a casa totalmente renovado. ¡Estamos felices!”.
La ruptura del matrimonio
Enseguida nos escribió una carta que tituló: “Así salvé mi matrimonio”. En ella describía cómo la falta de cariño, las faltas de respeto, los fueron llevando a una rutina desagradable. Esto se convirtió en una relación insufrible que los condujo al maltrato, la violencia y finalmente a la infidelidad y la ruptura.
Él decidió dejar su hogar. Abandonó a su esposa y a sus tres hijos para iniciar una nueva vida con otra mujer. Ella estaba devastada y sufría sintiéndose víctima de una atroz injusticia. Llorando frente al Santísimo “escuchó” en su corazón una moción inesperada: “restauraré tu hogar”. “¿Cómo será esto Señor?, él ya vive con la otra. ¡Es imposible!, nos hemos lastimado demasiado”.
A partir de esta experiencia, ella decidió visitar al Santísimo Sacramento todos los días. Le rendía honor y alabanza y enseguida se prestaba a escuchar esas mociones que con claridad llegaban a su mente y corazón. El Señor le ayudó a conocerse a sí misma. A aceptar que había traído a su hogar sus propios traumas. Creyó que devolver ofensas era justo y correcto. Dios le reveló que la única forma de acabar con el mal es, en abundancia de bien.
Ella veía el dolor emocional de sus hijos. Uno de ellos incursionó en el mundo satánico, por lo que ella intensificó su oración.
La oración
¡Oración y cambio personal!: así salvé mi matrimonio.
Dejé de insistir en que él estaba mal. Acepté que yo era quien debía cambiar y que podía poner en manos de Dios ese proyecto que Él tenía para nuestro matrimonio. Le pedí que Él dirigiera mi vida, que me orientara en mis decisiones, que salvara a mis hijos, especialmente el que le estaba haciendo la guerra de frente.
Muchas voces me decían que estaba mal, que no soñara, que era joven y podría encontrarme a otro hombre. Pero la voz de Dios resonaba más fuerte en mi interior y no cedí a la presión social. “Yo no separaré lo que Tú uniste Señor”.
Tampoco supliqué. Más bien solté.
Crecí como ser humano, me sentí orgullosa de mí misma, sólo deseaba agradar a Dios.
El plan original de Dios
Y un buen día ocurrió el milagro. Mi esposo aceptó ir a un retiro que la Iglesia nos ofreció para sanar heridas en la familia. Le dije que lo invitaba a hacerlo por nuestros hijos, especialmente el que más sufría. Dios tenía planes perfectos. Él nos pidió perdón a todos y quiso volver si nosotros lo aceptábamos.
¡Habíamos orado tanto por él!, todos sin pensarlo, sin reclamos, sin pedir explicaciones… llenos del amor de Dios, le abrimos las puertas de casa.
Las terapias y las ayudas humanas son necesarias pero insuficientes. Para restaurar un hogar, hay que acudir a quien más le interesa mantenerlo unido: Dios.
Así se afirma en el Catecismo de la Iglesia Católica: es muy conveniente respetar la indisolubilidad porque se basa en la misma naturaleza del hombre y del amor conyugal; perfecciona la entrega mutua de los esposos; hace posible la mejor educación para los hijos; asegura la estabilidad mutua; favorece la búsqueda de la felicidad; y se identifica la pareja al plan original de Dios.