Maternifobia: ni madres, ni padres, ni hijos

Es innegable que, en nuestra sociedad, encontramos una corriente que intenta borrar cualquier signo positivo de la maternidad o paternidad.

30 de junio de 2021·Tiempo de lectura: 3 minutos

La propuesta de la asociación pro LGTB inglesa Stonewall de sustituir el término “madre” por el de “progenitor que da a luz” no tardó en encontrar (menos mal) una masiva oposición, incluso desde sectores que podríamos calificar de afines a la causa. Se da la coincidencia, además, de que dicha asociación lleva tiempo en el punto de mira de la sociedad británica ya que sus imposiciones y exigencias en organismos públicos “están dando lugar a una suerte de ‘cultura del miedo’ entre los trabajadores que no están de acuerdo con la ideología de género en sus ya infinitas versiones”.

No es aventurado afirmar que en nuestra sociedad vemos no pocos ejemplos de una corriente maternifóbica que intenta borrar cualquier signo positivo de la maternidad o paternidad. Ejemplos como el maltrato laboral a quienes tienen hijos o esos artículos que culpan de todo desastre al número de hijos y ensalzan las maravillas de la vida sin “cargas familiares” hasta llegar a la proposición de leyes que, revestidas de una supuesta igualdad, no son más que la imposición de una discriminación efectiva para cualquier familia natural – varón – mujer de cuyas relaciones nace uno o más hijos.

Eliminar la palabra madre o padre de nuestro lenguaje no es un simple cambio de vocabulario, implica el intento de cambiar la naturaleza de las cosas. Como destaca Charles J. Chaput: “El significado de términos como «madre» y «padre» no puede modificarse sin hacer lo mismo, de forma sutil, con el de «hijo». De forma más específica, la pregunta es si existe alguna verdad superior que determine lo que es una persona, y cómo deberían vivir los seres humanos, más allá de lo que hagamos, o de lo que decidamos describir como humano”.

Acabar con la referencia a nuestro origen, a los dadores de nuestra vida – física, espiritual y social -porque son nuestros padres los primeros educadores de sociedad- esconde, de manera poco sutil, una idea egoísta, de autonomía total, desligada de cualquier otro al que pueda deberle algo, en este caso, la premisa de todo derecho, que es la vida. El ser humano se autoconcibe por separado: no existe el padre o la madre que se perciben como condicionantes de la vida sino simplemente una sucesión de elecciones y sentimientos personales que son las que configuran, fuera de todo ecosistema natural, la vida, la personalidad, las relaciones, el género…

Nos desenvolvemos en la sociedad del “no ser” sino del sentir y, como apunta el psiquiatra y escritor británico Theodore Dalrymple en su ensayo “Sentimentalismo tóxico” la pregunta no es si debe haber sentimientos o no, sino “cómo, cuándo y hasta qué punto deben expresarse y qué lugar deberían ocupar en la vida de las personas”. Los sentimientos, sin la base de la razón y la verdad, terminan actuando como un huracán que puede llegar a arrollarnos de tal modo que olvidemos hasta nuestros orígenes, llegando a borrar “por respeto”, por una falsa caridad, verdades esenciales para la felicidad del ser humano ya sea en la política, la cultura, la educación o la conversación de la sobremesa del domingo.

Señala Benedicto XVI en Caritas in veritate que «sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario». Ese es, quizás, el quid de nuestra sociedad, en la que la conquista de «libertades a toda costa» han pasado a convertirse en cárceles igualmente indignas en las que se intenta ocultar, incluso, que somos hijos de padres y madres que han de responder, con altura, a la herencia de libertad real recibida.

El autorMaria José Atienza

Directora de Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.

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