El pasado 16 de octubre eran elevados a los altares 127 mártires de la persecución religiosa en España entre 1936 y 1939. Fue en la catedral de Córdoba y entre ellos se encontraban 19 vinculados con la Archidiócesis de Mérida-Badajoz, 10 de los cuales nacieron en pueblos de esta archidiócesis y otros 9 fueron martirizados en pueblos de la provincia de Badajoz que entonces pertenecían a la diócesis cordobesa.
Tuve la oportunidad de participar en esa celebración, en la que se ponen de manifiesto dos cosas grandiosas: la gracia que Dios da a los bautizados para someterse a las grandes pruebas y la fidelidad de muchos hermanos nuestros que los lleva, incluso, a dar la vida por el Señor.
El pasado domingo, el día 7, celebrábamos una eucaristía de acción de gracias en la parroquia de Castuera, uno de los pueblos que vieron nacer a esos mártires. En la misa se percibía la cercanía que el Pueblo de Dios siente hacia esos sacerdotes que han ejercido el ministerio sacerdotal entre nosotros, que han vivido en nuestros pueblos, paseado por nuestras calles, incluso con familiares aún entre nosotros.
A ellos se pueden aplicar las palabras proféticas del Apocalipsis: «vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero». Cumplieron en sus vidas la generosidad y la confianza en Dios hasta el extremo. Fueron fieles a su vocación de seguir al Cordero hasta la cima del sacrificio, donde su Señor los esperaba. Ante la posibilidad de morir, prefirieron ser leales y mostrar, con su vida entregada, el amor a Dios y al prójimo para vivir, muriendo, en una eternidad feliz. Así lo creemos; así lo esperamos fundados en la promesa del Señor.
«El amor es más fuerte que la muerte», dice la Sagrada Escritura. Ellos murieron amando, perdonando, sin odios ni rencores, y así, manifestaron que la semilla del Evangelio da vida y produce frutos; frutos que hoy podemos contemplar. Todos ellos sintieron la pequeñez de sus debilidades, se sabían nada… pero esa debilidad, esa pobreza… no soy nada, no tengo nada…los llevó a afirmar con San Pablo: «no soy yo, es Cristo quien vive en mi», y el miedo se tornó en valentía, y la falta de salida en esperanza y la obscuridad del desenlace se volvió trasparente para ver al Señor crucificado, lleno de luz y de vida, resucitado. Es la Pascua, “Mara-na-ta», el Señor está viniendo.
“Jesús pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la Vida. Él era una sola con la Vida indestructible de manera que ésta brota de nuevo a través de la muerte”, decía Benedicto XVI.
Eso son los nuevos beatos que se suman a la larga lista del martirologio de la Iglesia: vivientes en el Señor, luces en el camino, esperanzas colmadas y anhelos cumplidos de plenitud en el gozo eterno de los cielos nuevos y la tierra nueva regada, con su sangre, unida a la de su Señor.
Fueron servidores de esa Iglesia nacida del costado abierto del Salvador. En la Iglesia no es lo importante lo que hacemos los hombres sino lo que hace Dios nuestro Señor: «No mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia», decimos en la santa Misa, donde el Señor vuelve cada día con su amor: «habiendo amado a los suyos, los amo hasta el extremo».