Función Principal de Instituto, el día grande de la hermandad en el que ésta honra a sus titulares. En el altar mayor de la iglesia se había levantado una estructura de imponente belleza, coronada por la imagen de la Virgen titular de la hermandad vestida con sus mejores galas. Una cascada de cirios, perfectamente dispuestos, todos encendidos, iba derramándose desde la Virgen hacia abajo, tendiendo un puente con sus hijos.
La búsqueda de la Belleza
Iba a comenzar la Misa solemne. De la sacristía salió la procesión. Precedían el cortejo dos “servidores” con librea. Tras ellos la cruz parroquial fue acercándose al altar encabezando un cortejo de acólitos, con soberbias dalmáticas, cada uno con su función específica: ciriales, incensario, navetas, que acompañaban al cardenal celebrante y sacerdotes que concelebraban. El órgano, del siglo XVIII, solemnizaba el avance de la procesión por la nave central. Al llegar al altar cada acólito se dirigió a su sitio en una silenciosa y precisa coreografía.
Semejante comienzo preludiaba algo aún más solemne: al iniciar el celebrante el Kyrie la orquesta, coro y solistas situados al fondo de la nave entonaron la Misa de la Coronación de Mozart.
Si, como explicaba una escritora del siglo XIX, las personas son cálices de aceptación de belleza, aquí se desbordaron, actualizando la emoción de Stendhal ante la belleza auténtica, que no es sólo placer estético.
Existe una belleza que se refiere a las cosas en sí mismas, independientemente de la relación con el sujeto que las conoce, que es fugaz y superficial, produce gozo estético, pero no llega a tocar lo más íntimo de nuestro corazón. No nos referimos a ésa. La auténtica belleza de algo, de alguien, capaz de suscitar emoción y alegría verdadera en el corazón de los hombres, se manifiesta cuando ese algo o alguien se funde con su ser verdadero, manifestando así la Verdad. Esa unión perfecta es el Bien, que se manifiesta como Belleza. Por eso Dios, en su perfecta armonía con la Caridad –Dios es amor- es la Verdad, y enÉlsereconoce el Bien. De ahí mana la auténtica Belleza, capaz de suscitar estremecimiento en el corazón de los hombres: “¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”, se lamentaba S. Agustín.
En el caso de la Virgen (tota pulchra es Maria), su belleza no radica en su figura humana, aunque seguro que también. La belleza de la Virgen es la hermosura de la gracia santificante, de su adecuación al querer de Dios (fiat!). La hermosura de la criatura radica allí donde Dios se complace, en el centro mismo de su ser. Una hermosura que mana de Dios, que es verdad y bien por excelencia.
Doctor en Administración de Empresas. Director del Instituto de Investigación Aplicada a la Pyme Hermano Mayor (2017-2020) de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, en Sevilla. Ha publicado varios libros, monografías y artículos sobre las hermandades.