El reciente viaje del Papa Francisco a México centra la atención del mundo en el acontecimiento de Guadalupe. La imagen más sugestiva del viaje fue, por cierto, la larga oración silenciosa del Papa frente a la imagen mariana más venerada en el mundo, que se formó misteriosamente en la pobre tilma de ayate del indio Juan Diego.
Mirar a María, Virgen de Guadalupe, y dejarse mirar por ella: esto es lo que hizo el Papa. Inclinarse sobre su pueblo, al que esa imagen mestiza custodia en su regazo: esto invitó a hacer a los obispo del país, preocupándose por todos, pero sobre todo por los que sufren en el cuerpo y en el espíritu, por las víctimas de la pobreza y de la violencia.
Lo había dicho el mismo Francisco ante de su salida: el viaje a México era para él, en primer lugar, la posibilidad de rezar frente a la Virgen de Guadalupe, la Virgen a la que veinte millones de personas cada año visitan, acudir a su regazo, el hogar, la “casita” de todos los mexicanos (y latinoamericanos). Con ella, Francisco, primer Papa de este continente, quiso detenerse para mirarla y dejarse mirar, para hablar como un hijo con su madre. La imagen del Pontífice sentado en el camarín, la pequeña habitación en la que es posible contemplar desde cerca la imagen que se formó misteriosamente en la tilma del indio Juan Diego, es el icono del viaje. La fe es cuestión de miradas, de ver y de tocar. Es la mirada de María sobre un Papa que reconoce hasta el fondo el “olfato” infalible del santo pueblo de Dios y que saca de esa mirada la fuerza de la ternura hacia las llagas de este pueblo. Llagas que hay que tocar para poder tocar la “carne de Cristo”.
Al final del viaje, en la rueda de prensa en el avión, el Papa nos invitó a estudiar el hecho guadalupano. Nos dijo que la fe y la vitalidad del pueblo mexicano se explica solamente porque se fundamenta en este acontecimiento. La Virgen de Guadalupe llega así a ser una llave interpretativa, una hermenéutica para comprender las raíces de la fe del pueblo, que no se entiende sin el regazo de la Madre.
En la homilía de la misa celebrada en el santuario de Guadalupe el domingo 14 febrero, Francisco explicó: María “nos dice que tiene el ‘honor’ de ser nuestra madre. Eso nos da la certeza de que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración silenciosa que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores”.