Me habían advertido de que es una película difícil, no comercial, lenta. Estas eran mis expectativas cuando me disponía a ver Nomadland, un film que se ha llevado algunas de las estatuillas más preciadas en la última edición de los premios Oscar del cine: mejor dirección, mejor película y mejor actriz principal.
A medida que avanzaba la proyección, me sentía más conmovida con la historia de Fern, no sólo por la excelente actuación de Frances McDormand, las tomas que recorren los bellísimos paisajes o la banda sonora de Ludovico Einaudi. Nomadland encierra mucha más riqueza de la que parece, tal y como se desprende de los sutiles diálogos mantenidos por sus protagonistas.
La película pone al espectador ante personas que, como fruto de diversas circunstancias dolorosas, son apartadas del sistema económico y social norteamericano, y viajan errantes de una parte a otra del país buscando un modo de subsistencia, malviviendo sobre las cuatro ruedas de sus desvencijadas furgonetas. Apátridas bondadosos y vulnerables, que portan un lastre de heridas sin cerrar y que mueven a pensar en los descartados que están con tanta frecuencia en los labios del Papa Francisco.
Seguramente si no fuera por Chloé Zhao, directora y guionista del film, quien se interesó en un libro de no ficción sobre esta temática -escrito en 2017 por la periodista Jessica Bruder- y quiso trasladar esta historia a la gran pantalla, muchos no habríamos sospechado que, en la nación más avanzada del mundo, hay un millón de personas viviendo en condiciones precarias sobre casas de cuatro ruedas.
Algunas de las películas que este año eran candidatas a los premios de la academia del cine norteamericano tratan temas que tienen una honda resonancia en el corazón de la Iglesia. Desde los marginados sociales de Nomadland, al anciano que atraviesa el camino sin retorno de la desmemoria, interpretado por Anthony Hopkins en The Father.