Hablando con un joven cristiano me confesaba que no entendía por qué ponemos los católicos tanto énfasis en la cruz.
- Tenemos que hablar de la vida, tenemos que ser gente normal – me insistía-. Ser cristiano tiene que ser divertido.
- Sí, Jesús Resucitado es vida, y vida en plenitud- le respondía yo desde la atalaya de mis más de cincuenta años-. Pero la cruz es esencial al cristianismo. No tenemos a otro Cristo que a Cristo crucificado.
- No entiendo el sentido de la cruz, del dolor en la vida -concluía mi joven interlocutor-. Quizás debiéramos hablar más de esto.
Aquella conversación me recordó los versos de Antonio Machado en su famoso poema La saeta, en la que canta al Cristo crucificado de los gitanos, que al final concluye con un significativo cuarteto:
¡Oh, no eres tú mi cantar!
Antonio Machado, La Saeta
¡No puedo cantar, ni quiero,
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!
Me temo que en esta disyuntiva espiritual se mueve siempre la Iglesia. ¿Predicar descarnadamente la cruz? ¿No provoca eso rechazo, como en este joven, como en tantos que oyeron a san Pablo? Escándalo para los judíos, locura para los griegos.
La predicación de la cruz también sigue siendo hoy escándalo y locura. Porque podemos llegar a pensar que la predicación de la cruz es una espiritualidad pasada, con raíces en el medievo. Que hoy, para llegar a los hombres y mujeres del tercer milenio del cristianismo, hay que hablar desde otras claves distintas.
Podemos tener la tentación de silenciar el mensaje de la cruz, porque es incómodo, porque es un misterio que no podemos explicar. Porque, en definitiva, duele y provoca rechazo. Hoy, igual que ayer, los hombres vuelven el rostro ante el que pende del madero.
El dilema de hasta qué punto la cruz ha de estar en la predicación y en la evangelización del hombre del siglo XXI me parece nuclear. Y creo que tiene plasmaciones muy concretas y prácticas.
Es más atrayente predicar un cristianismo sin cruz, sin persecución, en el que somos y vivimos como los demás, centrados en disfrutar la vida. Pero, enseguida surge la pregunta. ¿Puede haber cristianismo sin cruz? ¿Podemos basar nuestra religión y nuestra predicación en una propuesta llena de color y luz, sin las sombras amargas que inevitablemente conlleva la muerte en cruz de Jesús?
Ni que decir tiene que hay que predicar el misterio pascual completo, y que la vida y la resurrección tienen la última palabra. Que Jesucristo es la Vida con mayúscula. Y que en Jesús de Nazaret uno descubre el gozo y la alegría que el mundo no puede dar.
Pero nuestra salvación ha quedado ligada indeleblemente al árbol de la cruz. Y es necesario que, como hacía san Francisco Javier en sus viajes misioneros en el Oriente, mostremos a este mundo moderno, el mundo de la imagen, el cuerpo desgarrado y roto, clavado en una cruz, de nuestro Salvador.
Y que enseñamos a vivir desde las consecuencias que esto conlleva. Porque seguimos a un crucificado. Porque, como nos decía santa Teresa de Calcuta, hemos de amar hasta que duela, como amó Jesús. Porque solo mirando a Jesús en el madero nos adentramos en los misterios más insondables de nuestra existencia. Esos que no se llenan a base de ‘cerves’.
Más aún, desde un punto de vista educativo, es imprescindible mostrar a nuestros jóvenes esa otra cara que tiene la moneda de la vida: la cruz. Solo si educamos para aprender a sufrir estaremos educando de verdad. Porque el sufrimiento es una dimensión ligada a la vida y a sus límites. Y por ello no hay una verdadera educación si no enseña a los jóvenes a gestionar adecuadamente el sufrimiento.
¡Esto sí que es una locura y un escándalo educativo!
Porque si algo marca la propuesta de la educación actual es que hay que huir del sufrimiento y de lo que cuesta.
En una sociedad de padres, madres y profesores hiperprotectores, en los que lo que cuenta es cubrir los deseos del niño para que sea feliz, les estamos arrebatando la capacidad de afrontar las dificultades, de aprender a frustrarse, de aprender a sufrir.
En el fondo, pensamos que ya les tocará pasarlo mal cuando sean mayores y, en realidad, estamos privándoles de las herramientas para afrontar con coraje y fortaleza la otra cara de la vida, la del dolor, cuando este, inexorablemente, llegue.
Como me decía aquel muchacho, los adultos hemos de hablar a nuestros jóvenes de la cruz y del escándalo que supone hoy seguir a un marginado, fracasado y despreciado de los hombres.
Solo si educamos así a nuestros jóvenes, serán capaces de ver a Cristo en el rostro de los crucificados de la tierra, de abrazarles y curar sus heridas.
Aunque les duela.
Delegado de enseñanzas en la Diócesis de Getafe desde el curso 2010-2011, ha ejercido con anterioridad este servicio en el Arzobispado de Pamplona y Tudela, durante siete años (2003-2009). En la actualidad compagina esta labor con su dedicación a la pastoral juvenil dirigiendo la Asociación Pública de Fieles 'Milicia de Santa María' y la asociación educativa 'VEN Y VERÁS. EDUCACIÓN', de la que es Presidente.