En nuestros días, una concepción individualista de la libertad, gestada sobre todo en los pasillos de las universidades americanas, ha identificado la idea de libertad con la capacidad de elección.
De acuerdo con esta visión, verdadero caramelo envenenado, aumentar la libertad humana consiste exclusivamente en crear nuevos espacios de elección. Soy más libre si puedo trabajar en cualquier país de la Unión Europea que si puedo hacerlo solo en mi propio país; si puedo cambiarme de sexo cuando así lo decida que si no puedo hacerlo, o si puedo casarme con una o varias personas pertenecientes a uno de los diferentes géneros afectivos (bisexual, pansexual, polisexual, asexual, omnisexual, etc.) que si solo cabe la opción heterosexual. Se considera más libre a una mujer que puede decidir la interrupción de un embarazo con plena libertad por causas ilimitadas (económicas, psicológicas, estéticas), que si tiene que justificarlas o rechaza de plano el aborto, quien puede decidir entre consumir o no consumir drogas que quien no puede, o distribuir pornografía sin restricción alguna que con ella.
Llevada hasta sus últimas consecuencias, esta visión individualista de la libertad culmina cuando se conquista el espacio de la propia libertad, es decir, cuando se puede tomar la decisión de acabar con la propia vida y por tanto con la misma capacidad de tomar decisiones. De esta forma, el círculo queda perfectamente cerrado.
Libertad e independencia
Esta visión miope de la libertad se funda en una ética que su gran defensor, el filósofo norteamericano Ronald Dworkin, denominó independencia ética. La independencia ética otorga una soberanía personal absoluta en el ámbito de lo que Dworkin llama materias fundacionales (vida, sexo, religión, entre otras), de modo que, en estas cuestiones, una persona nunca debe aceptar un juicio ajeno en lugar del propio. Ahí radica su dignidad.
Para implantar este modelo social, los poderes públicos deben abstenerse de dictar convicciones éticas a sus ciudadanos sobre lo que es mejor o peor para alcanzar una vida lograda. Como la libertad es una materia fundacional, ningún gobierno debe limitarla salvo cuando sea necesario para proteger la vida (no la embrionaria, ni la terminal), la seguridad o la libertad de los demás (especialmente para imponer la no discriminación). Esta concepción individualista busca a toda costa erradicar cualquier tipo de paternalismo ético que pueda favorecer una elección sobre otras.
En el fondo Dworkin cayó, sin darse cuenta, en su propia trampa. Su requerimiento de que los poderes públicos deben abstenerse de dictar convicciones éticas a sus ciudadanos constituye, en sí mismo, la imposición de una convicción ética. Aparte de este error estructural, que daña los pilares de su propia construcción intelectual, me parece que este modo de entender la libertad y la ética que la sustenta es enormemente reduccionista, por lo que empobrece el mismo sentido de la libertad y la moralidad. Por lo demás, la pretendida neutralidad ética buscada por Dworkin es imposible de conseguir dada la intrínseca conexión entre la moralidad y la política.
Es cierto que la libertad de elección es una de las más importantes expresiones de nuestra libertad humana, y como tal debe ser protegida, aunque no de forma absoluta, pero la libertad es más, mucho más, que la mera elección. La libertad se encuentra también, y creo que en un estado más puro y sublime, en la capacidad de aceptar.
En clave de aceptación
Obra con una libertad maravillosa quien acepta a sus padres y hermanos, su tierra y su cultura, su lengua y su historia, su enfermedad, su despido, por más que no haya decidido sobre ello. Actúa con gran libertad quien acepta el hecho de haber nacido sin haber sido preguntado, e irse de este mundo sin conocer el momento preciso. La aceptación de la realidad tal y como es, y sobre todo la aceptación de la realidad fundante, esto es, de Dios, de su paternidad y misericordia, es, en mi opinión, el mayor acto de libertad humano, y el que nos abre de par en par las puertas del Amor.
La visión individualista desconecta la libertad del bien común, de la solidaridad y del amor. Existe una intrínseca conexión entre el bien particular y el bien común, la moral privada y la pública, el amor a uno mismo y el amor a los demás, pues la unidad del amor, del bien y, por tanto, de la moralidad, es indestructible. Vienen de fábrica. Esta unidad del amor y del bien hacen que el recto ejercicio de la libertad sea netamente solidario, por más que la toma de decisiones pueda ser individual. Por eso, una visión solidaria de la libertad en modo alguno reduce la libertad individual, sino que la engrandece, pues permite una toma de decisiones más amplia, pensando en el bien del otro, de la comunidad política, de la humanidad y no solo en el interés propio. Se trata de una libertad fundada en el amor, que es la fuente de la libertad.
El siglo XXI se ha llamado el siglo de la solidaridad, como el siglo XX lo fue de la igualdad y el XIX de las libertades. Ha llegado el momento de desarrollar un marco para una auténtica libertad solidaria, que sea la máxima expresión del correcto ejercicio de la libertad individual.