“El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado” es una frase de la célebre novela 1984 de George Orwell. Con estas palabras, el lúcido y valiente escritor británico reflejaba la pretensión de los totalitarismos del s. XX de dominar el relato histórico al servicio de sus intereses de poder y de dominio.
Al terminar el primer cuarto del s. XXI, nos encontramos con que desgraciadamente los sistemas totalitarios no son exclusivos del pasado s. XX, sino que continúan en nuestro siglo y parece que nos seguirán acompañando en el futuro. Aquellos siniestros regímenes políticos del siglo pasado en los que el Estado concentraba todos los poderes en un partido único (el comunista, el fascista, el nacionalsocialista o como se llame en cada ocasión) y controlaba las relaciones sociales bajo una sola ideología oficial no han desaparecido del escenario. En la actualidad observamos que alrededor de un 40% de la población mundial vive bajo sistemas dictatoriales.
Aparte de una larga lista de dictaduras actuales, hay países democráticos en los que los políticos en el poder asumen prácticas propias de sistemas totalitarios. Una de ellas es utilizar la historia para fijar una ideología y una versión oficial de la historia que sea la única aceptada y controlar así todas las relaciones sociales e inspirar las leyes y costumbres de un país en una determinada dirección política.
Hay dos ejemplos cercanos a nuestro entorno cultural: la leyenda negra española (impulsada inicialmente por Inglaterra y Francia para hacer frente al predominio español en el s. XVI pero asumida después por españoles e hispanoamericanos con intereses políticos y económicos a menudo espurios) y la memoria democrática española (entendiendo por ésta la articulación de políticas públicas que dicen querer cumplir los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición para quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura de Franco en el s. XX ).
Se ha convertido en un tópico hablar de la importancia capital del relato en la comunicación política. El relato no es nada más que la voluntad de transmitir un mensaje utilizando la estructura narrativa. Y cuando hablamos de un mensaje en realidad estamos hablando de nuestro «punto de vista». Siempre que se transmite un mensaje utilizando la estructura narrativa sencilla (presentación, desarrollo y desenlace) éste es más fácil de entender, más fácil de recordar y más fácil de transmitir a otros. Si esto lo aplicamos a la historia de un país, de manera que se consiga establecer una especie de “historia oficial” en la que hay unos buenos y unos malos, puede resultar muy eficaz a la hora de conseguir un predominio ideológico y una permanencia prolongada en el poder.
No hay inconveniente en que cada uno cuente la historia de su país de la forma que considere oportuno, en función de lo que ha leído, escuchado o vivido. Y es comprensible que los partidos políticos utilicen lo mejor que saben la comunicación política para transmitir sus mensajes. El problema surge cuando una persona o un grupo político utiliza los fondos, las instituciones y el sistema educativo públicos para imponer un relato oficial que convenga a sus intereses políticos.
En una verdadera democracia, el poder político no debe establecer una verdad ni una historia oficial en la que su opción política aparezca como la única aceptable y saludable para la vida del país, al mismo tiempo que usa todos los recursos públicos y todo el poder del Estado para situar a los partidos de la oposición y a los ciudadanos que los apoyan como enemigos del bien de la nación. Este maniqueísmo político atenta directamente contra el pluralismo ideológico y político necesario para que pueda hablarse de una democracia sana y no de un sistema que está instalado en el totalitarismo o se dirige hacia él.
La leyenda negra española sigue siendo utilizada por diversos totalitarismos -y no sólo por ellos- en Hispanoamérica (Cuba, Venezuela y Nicaragua) con el objetivo de identificar un culpable de los males que padecen que no sean los actuales gobernantes. La llamada memoria democrática está siendo utilizada en España por el PSOE -con la excusa de la justa reparación a las víctimas de la dictadura franquista- para fijar un relato histórico obligatorio en el cual este partido es el protagonista de todos los avances sociales mientras que la oposición y todo el que se oponga a él es un fascista, heredero de una sangrienta dictadura que terminó hace ya 50 años.
Parece que la leyenda negra antiespañola ha sido y es todavía útil en Hispanoamérica como “chivo expiatorio” al que culpabilizar de todos los males que sufren algunos de sus países sin que mucha gente caiga en la cuenta de que quizás la situación actual se debe más a la labor de los líderes de la independencia del s. XIX y a sus herederos en los dos últimos siglos que a los tres siglos de virreinatos españoles que dejaron unas sociedades bastante más avanzadas que las que se encontraron al llegar a América nuestros ancestros, que también los son de la mayoría de esos líderes hispanoamericanos. Dos siglos después de los procesos de independencia americanos, parece cuanto menos sospechoso seguir echando la culpa a España del atraso de sus países y de los atropellos a los derechos humanos causados por sus actuales sátrapas.
Respecto a la memoria democrática, cuando un partido político, que ha gobernado en España durante 6 años en la II República y la guerra civil y casi 30 años de la actual democracia, se arroga la exclusividad del relato de la historia de España durante el siglo XX, podemos hablar de manipulación política con intereses espurios. La historia y menos aún la historia de un siglo tan conflictivo como el pasado en España no puede estar en manos de ningún partido político pues es difícil que no aproveche la situación con fines totalitarios. La pretensión de ser el único partido de España con derecho a juzgar las acciones y los hechos de los demás españoles durante décadas del pasado es asimismo totalitaria.
En una democracia no puede haber un partido que diga cómo juzgar la historia del país ni quienes son los buenos y quienes los malos. Eso deben juzgarlo libremente los historiadores y los ciudadanos, no el poder político. El interés en mantener viva la memoria de un régimen político que terminó hace 50 años por parte de un partido con 145 años de historia -y no pocos delitos de sangre a sus espaldas y actual colaboración de uno de sus expresidentes con la dictadura venezolana- resulta verdaderamente sospechoso y no debería admitirse por el grave riesgo de deterioro democrático que supone.
En una democracia, el poder político debe limitarse a garantizar la libertad de pensamiento, información y de expresión, pues si se dedica a limitar esas libertades por motivos políticos está socavando los fundamentos de la democracia y preparando el camino hacia el totalitarismo. No podemos admitir que se instauren en nuestras sociedades democráticas ninguna clase de “ministerios de la verdad”.