Quisiera detenerme brevemente en la historia de dos santos, desconocidos para la mayoría, pero que realmente tienen mucho que decir a la Iglesia de hoy. Me refiero a los mártires Ponciano e Hipólito, a los que celebramos el 13 de agosto, con una memoria libre muy humilde, que en el mundo de la liturgia es la forma mínima de recordar a alguien.
Estamos en el siglo III, en las primeras décadas del año 200. Hipólito fue un presbítero extremadamente moralista y riguroso que entró en colisión con el papa de la época, San Zeferino. No están claras las razones de los desacuerdos, en parte de origen dogmático sobre la naturaleza de Cristo (aún no se habían celebrado los concilios que lo aclararían) y en parte sobre la posibilidad de readmitir en la comunidad a los cristianos que habían abjurado bajo tortura (los llamados lapsi). La tensión estalló cuando, a la muerte de Zeferino, San Calixto, un hombre de origen humilde y diácono del anterior pontífice, fue elegido Papa. Hipólito no aceptó el nombramiento y, elegido por sus seguidores, se hizo a sí mismo papa, convirtiéndose así en el primer antipapa del cristianismo.
A la muerte de Calixto, fue elegido Ponciano, a quien Hipólito se apresuró a no reconocer por las mismas razones. Llegó el año 235 y con él la llegada al poder de Maximino el Tracio, un emperador opuesto al cristianismo que, en cuanto tuvo ocasión, condenó a Ponciano a trabajos forzados: ad metalla, las minas de Cerdeña. Ponciano, movido por una heroica humildad, para no dejar a Roma sin obispo, renunció a su cargo, enriqueciendo así el siglo no sólo con el primer «antipapa» sino también con el primer papa «renunciante». Poco después, el emperador, incapaz de distinguir entre papas y antipapas, condenó al mismo castigo a Hipólito, que se encontró con Ponciano encadenado. Y aquí ocurrió el milagro. Sorprendido por la humildad, paciencia y mansedumbre de Ponciano, Hipólito se convirtió y reconoció su error, reconciliando así el cisma. Ambos murieron a consecuencia de los malos tratos y las condiciones inhumanas que sufrieron, y desde entonces la Iglesia los celebra juntos como santos y mártires.
El pasado de los santos puede proporcionarnos muchas lecciones. El exceso de rigor y de certeza en el creer que sabemos, incluso dictado por la más perfecta buena fe, puede dividir en lugar de unir y puede debilitar a la Iglesia en lugar de fortalecerla. Sobre todo, en el cristianismo, la debilidad es más convincente que la fuerza. Ponciano es un instrumento de la gracia no porque se aferre al poder, sino porque renuncia a él, poniendo en práctica la enseñanza de Cristo de que quien quiere gobernar de verdad debe ser un servidor de todos. La última lección es quizás la más conmovedora. Hipólito, que en nombre de la verdad se había hecho enemigo de Ponciano, encuentra el bien del otro dentro de un camino de dolor que los une a ambos. Sólo a través de la cruz es posible ver quién es cada uno. Sólo caminando juntos en ese hospital de campaña que es la Iglesia en la vida verdadera, es posible conocerse, reconocerse y ayudarse a construir ese Bien que es patrimonio y deseo de todo corazón humano.