Hay quien opina que las hermandades son anacrónicas, reliquias del pasado que sólo interesan a algunos católicos, quizás los menos cultivados, y que su interés no pasa de ser puramente etnográfico o como reclamo turístico.
Quienes así opinan parten de una premisa incorrecta, la consideración de las hermandades como entidades encargadas exclusivamente de organizar unos desfiles procesionales más o menos espectaculares, acompañados por devotos – algunos piensan que “figurantes”- extrañamente ataviados, con hachones encendidos. Pero las hermandades no tienen esa misión, son asociaciones públicas de fieles de la Iglesia Católica, que les encomienda, entre otros fines, la formación de sus hermanos o asociados, dar culto a Dios, promover la caridad y mejorar la sociedad, santificándola desde dentro, porque los asociados a las hermandades, los hermanos, son la sociedad, forman parte de ella.
Centrar el análisis de las hermandades sólo en las procesiones, actos de culto exterior y público, es reductivo y lleva a conclusiones falsas. Todos los fines de las hermandades son indispensables y se apoyan unos en otros formando un conjunto indivisible.
El propósito de las hermandades es colaborar en la misión de la Iglesia, que se concreta en dar gloria a Dios, en sus cultos; que Cristo reine, santificando la sociedad; edificar la Iglesia, evangelizando.
Los buenos internistas saben que lo primero que deben hacer es reconocer al paciente e identificar los síntomas que presenta para, en base a ellos, establecer un diagnóstico y a continuación proponer el tratamiento adecuado. Con palabras más precisas lo explicaba Francisco en su discurso al Parlamento Europeo: «Es importante no quedarse en lo anecdótico; atacar las causas, no los síntomas. Ser conscientes de la propia identidad para dialogar en modo propositivo». Así es como deben proceder las hermandades en su afán de mejora de la sociedad, que hoy presenta síntomas de una enfermedad que puede poner en peligro nuestra libertad. Se trata de identificar los síntomas, establecer el diagnóstico e iniciar el tratamiento.
Entre esos síntomas está la manipulación del lenguaje, con la convicción de que al cambiar el nombre de las realidades éstas se transforman; las microutopías, que sustituyen la gran utopía de la lucha de clases por la de colectivos identitarios con su particular lista de reivindicaciones; la cultura woke, en permanente alerta a supuestas discriminaciones raciales o sociales; la posverdad, nueva forma de denominar a lo que siempre se ha llamado mentira; la cultura de la cancelación, que lleva a excluir e ignorar a quienes no se pliegan al pensamiento políticamente correcto, aquel que se expresa en forma tal que no implique rechazo a ningún colectivo, lo que lleva a la autocensura. Todo esto conduce a la construcción de nuevos marcos mentales de interpretación de la realidad que terminan siendo profundamente totalitarios.
Lo que en principio son tendencias o propuestas culturales luego pasan al ámbito político y de ahí al legislativo, completando así el ciclo de la enfermedad, el diagnóstico: relativismo, que no reconoce nada como absoluto y deja al yo y sus caprichos como última medida, impidiendo así la posibilidad de delimitar unos valores comunes sobre los que construir la convivencia. El relativismo es la crisis de la verdad al considerar que el ser humano no es capaz de conocerla; pero si es la verdad la que nos hace libres, la imposibilidad de conocer la verdad hace al hombre esclavo.
Una vez diagnosticada vamos al tratamiento, que está contenido en la misión de las hermandades. La celebración de los cultos para dar gloria a Dios suele estar bastante cuidada en las hermandades. Ahora hay que centrar esfuerzos en que Cristo reine, en la santificación desde dentro de la sociedad, en construir una sociedad de personas libres, capaces de orientar su propia existencia, de elegir y querer el Bien, de descubrir el sentido más profundo de la libertad, que es contemplar a Dios, la Verdad, entrando así en posesión de la Belleza.
Esta no es una tarea corporativa, de la hermandad, sino de los hermanos, personas libres, obrando cada uno bajo su personal responsabilidad. La hermandad debe facilitar formación para que cada uno viva esa libertad que sostiene en la fortaleza en la Fe, seguridad en la Esperanza y constancia en la Caridad.
Las procesiones son algo más que un espectáculo. El Crucificado en la calle es pregón de amor y libertad: «Cuando en el Calvario le gritaban “si eres Hijo de Dios baja de la Cruz”, Cristo demostró su libertad precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para cumplir a fondo la voluntad misericordiosa del Padre» (B.XVI).
Esos son los mimbres para analizar las hermandades, que no son anacrónicas sino que resultan esenciales para recuperar la sociedad.
Doctor en Administración de Empresas. Director del Instituto de Investigación Aplicada a la Pyme Hermano Mayor (2017-2020) de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, en Sevilla. Ha publicado varios libros, monografías y artículos sobre las hermandades.