Hace cuatro meses, cuando disfrutaba de mis vacaciones de verano, la radio, la tele y la prensa en papel y digital me recordaban a diario que ya podía comprar un número de la lotería de Navidad porque: “¿Y si toca aquí, en el lugar de descanso veraniego?”.
Hace tres meses, cuando todavía no me había dado tiempo a guardar el bañador, la panadería de mi barrio empezó a exhibir en sus vitrinas los dulces típicos navideños: mantecados, polvorones, roscos de vino…
Hace dos meses, cuando aquí en Málaga, mi ciudad, todavía vestíamos en manga corta, los primeros operarios comenzaron a instalar árboles de Navidad, adornos y luces por las principales calles y plazas de la capital.
Hace un mes, cuando acudíamos a los cementerios a honrar a los difuntos como es tradicional, empezó la campaña de los centros comerciales con ofertas especiales para el tiempo de Navidad.
Hay ganas de Navidad, y eso es estupendo, pero si la adelantamos tanto, cuando por fin llega, lo que deseamos es que acabe cuanto antes.
Para evitar el hartazgo navideño, y vivir de verdad estas fiestas, yo impongo en casa la norma de cero tradiciones hasta el primer domingo de Adviento. Una vez traspasado ese límite, ya se abre poco a poco la veda de los dulces, las visitas al centro a ver el alumbrado, las primeras sugerencias para cartas de reyes, etc.
Y no, no voy a entrar en el manido discurso de que la Navidad se ha mercantilizado y de que es la fiesta del consumismo, porque no me da reparo decir que yo, en Navidad, consumo mucho más que en cualquier otra época del año. ¡Faltaría más!
Claro que el consumo no es el sentido de la Navidad, claro que la Natividad del Señor nos trae un mensaje de cercanía a los pobres, de sencillez, y claro que no hay nada más alejado de la caridad que derrochar cuando otros pasan necesidad, pero cuidado con caer en el puritanismo.
Las fiestas son parte esencial de la humanidad y es incluso un mandamiento santificarlas. No estamos hechos solo para trabajar y lamentarnos por vivir en este valle de lágrimas, estamos hechos para el cielo, para el gran banquete celeste. Comer algo que solo podamos permitirnos de vez en cuando, regalar aquello que sabemos que hace ilusión a otra persona o agasajar a familiares y amigos con lo mejor que tenemos son formas de vivir nuestra fe con espíritu festivo, porque el novio está con nosotros. Ya vendrán los días de los ayunos, y de las penitencias, pero ¿Navidad?
Como buen hijo de la cultura mediterránea, Jesús era muy dado a la fiesta y, por ello, muy criticado; tachado de comedor, de bebedor y de derrochón. Y es que este es precisamente el misterio de la Encarnación que vamos a celebrar: que Dios se hace hombre igual que usted y que yo, que disfruta con las mismas cosas que usted y que yo, que come, bebe, ríe, canta… Un Dios que no vive en las nubes, sino que viene en Navidad a sentarse a nuestra mesa. ¿Le vamos a poner una lechuguita para no indigestarse?
Como recomendación para este tiempo de Adviento, la película que el papa Francisco cita en Amoris Laetitia: “El festín de Babette” (PrimeVideo). Nos ayudará a ver la importancia que los católicos damos a la fiesta. Porque, ahora sí, es tiempo de prepararnos para la fiesta.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.