La implicación del laicado en la misión de la Iglesia es uno de los aspectos recurrentes y que, como no podía ser de otra forma, ha estado en el corazón de la sinodalidad que quiere impulsar el papa Francisco. Todos los cristianos hemos de estar igualmente comprometidos en la misión de la Iglesia, cada uno en la parcela del Reino que nos corresponde acorde a nuestra vocación.
Pero, para que esto sea realidad, para que haya una verdadera implicación de los laicos en la vida de la Iglesia y en su misión en medio del mundo, hace falta formarles para ello. Esta ha sido la pasión de numerosos sacerdotes a lo largo de los últimos cien años, y ue el Concilio Vaticano II ratificó de una manera especial.
Uno de esos impulsores del laicado es el sacerdote jesuita, el Venerable Tomás Morales, que dedicó lo mejor de sus energías y enseñanzas precisamente a la formación del laicado y que sintetiza en su obra “Laicos en marcha”. En este libro, desde la experiencia acumulada a lo largo de los años, ofrece consejos para la movilización de los laicos católicos. Emerge aquí su gran pasión. Cree que la Iglesia necesita que los cristianos laicos, que son una inmensa mayoría, descubran la dignidad de su bautismo. De ese descubrimiento nacerá una nueva actitud que los lleve a tomar parte activa en la vida de la Iglesia.
El laico no es, como decía con gracia uno, el que está al “laíco” del cura. Los laicos no son simplemente las manos largas del sacerdote, para llegar donde él no llegue. El laico tiene toda la dignidad de la consagración bautismal, y por ello es sacerdote, profeta y rey. Y tiene una misión insustituible: construir este mundo según el corazón de Cristo, hacer que sea tal y como Dios lo soñó.
Pero ¿por dónde empezar?
El padre Morales S.I. no se pierde en las casuísticas de las diferentes realidades temporales que hay que evangelizar, sino que va a la médula de la acción y ofrece seis consejos sobre los que cimentar una verdadera y eficaz movilización del laicado católico. Seis consejos que también nos pueden ser útiles a los educadores del siglo XXI.
Hacer-hacer
El primer consejo que nos da es el de aprender a implicar a los demás. Es más fácil hacer como diez, que hacer que diez personas hagan algo, nos dice. Y es verdad, lo sabemos por experiencia. Lleva menos trabajo hacer algo nosotros mismos que intentar que diez personas hagan eso mismo, pues tendrán que aprender, querrán hacerlo a su manera, lo harán peor que nosotros que ya sabemos, etc.
Y, sin embargo, precisamente es así (haciéndolo todo nosotros) como acabamos convirtiendo a nuestros colaboradores en niños que solo pueden, como mucho, seguir al pie de la letra las indicaciones que les demos, hacer lo que nosotros les digamos, echarnos una mano. Pero de esta forma no crecen, no lo toman como suyo, no maduran.
El reto de todo movilizador del laicado es entrar en esa escuela del hacer-hacer. Y que, a su vez, esas mismas personas implicadas aprendan esta técnica. Así la acción se multiplica exponencialmente. Porque cada sujeto es responsable y autónomo a la hora de acometer la evangelización en su ambiente. Y contagia esa responsabilidad a los demás.
Con esta forma de trabajo las personas crecen. Y es esto lo principal que se busca. No tanto que la obra concreta salga bien, sino que quienes se ven involucrados tengan una ocasión de aprender, crecer como personas y desarrollar cualidades concretas. ¡De nuevo la persona en el centro!
Renunciar a la prisa
El segundo consejo alerta al apóstol novel de una gran tentación: la prisa.
En una sociedad en la que queremos resultados inmediatos, nos vemos abocados a presentar grandes números, —¡y pronto!—, que hagan ver la eficacia de la propuesta evangelizadora que estamos llevando a cabo. ¡Y las prisas nunca han sido buenas consejeras!
Porque, llevados de esa prisa, podemos caer fácilmente en hacer concesiones peligrosas, acabar pactando con los criterios del mundo para atraer a más gente. Quizás al final tengamos más gente alrededor, pero la pregunta que hemos de hacernos con sinceridad es si realmente les está llegando la vida divina, si en verdad se está transformando su corazón.
El crecimiento de las personas es lento, al ritmo de la vida, y no se puede forzar. La más sólida herramienta de evangelización es la que se da en el contacto alma a alma, como le gustaba expresar al P. Morales, en la conversación de amistad, en el diálogo sereno, en la confidencia íntima. Pero el camino del corazón es lento, la amistad se forja en las adversidades, la intimidad no se genera de inmediato ni con cualquiera.
Debemos cultivar una visión de fe. Especialmente cuando vemos la magnitud de la empresa que tenemos entre manos, un mundo que casi diríamos nos aplasta y no abarcamos. Entonces puede venir la doble tentación: o intentar evangelizar el mundo por métodos “rápidos”, utilizando los mismos que el mundo utiliza para vender sus productos; o desanimarnos y tirar la toalla. Pero las dos son tentaciones.
El camino que nos propone este apóstol infatigable es otro. Formar una minoría que transforme la masa, como hace la levadura. Emplear todo el tiempo necesario en la formación y educación de cada joven. No tener prisa, ninguna; simplemente porque Dios no la tiene.
Como dice el refrán italiano, “Chi va piano va lontano”.
No dejarse encandilar por mesianismos sociales o políticos
Precisamente el tercer consejo tiene mucho que ver con esta prisa por transformar la sociedad. Al padre Morales le tocó vivir distintos mesianismos sociales y políticos ante los que muchos sucumbieron. Todos ellos pasaron. También hoy tenemos este riesgo, pensar que lo que hay que hacer es organizar un partido político, ganar las elecciones y desde el poder cambiar la sociedad. Creemos que la clave es movilizar a la gente en la calle, tener mecanismos de poder para influir en la masa, disponer de potentes medios de comunicación y propaganda. Por eso la indicación de no dejarse arrastrar por mesianismos sociales o políticos sigue siendo totalmente actual.
Habrá que estar atentos, por ello, a los nuevos mesianismos que nos puedan encandilar.
No es que el padre Morales no creyese que la sociedad tenga que mejorar, y por lo tanto que despreciase la acción social o política. Al contrario, animaba a todo el que se sintiese llamado a la política a emprender ese camino de compromiso desde el Evangelio. Pero era consciente de que la verdadera reforma de la sociedad no pasa tanto por el cambio de las estructuras, como por la conversión de los corazones. Es al hombre al que hay que reformar. Es su corazón el que hay que cambiar, si se quiere tener una sociedad más justa.
Solo hombres transformados transformarán la sociedad.
Y en ello emplea todas sus fuerzas.
No convertirse en organizador de diversiones
La cuarta tentación sobre la que advierte al apóstol, especialmente entre los jóvenes, es la de convertirse en un organizador de diversiones. Esta tentación pasa por la creencia de que generar un espacio sano donde los jóvenes se diviertan y convivan, con actividades adaptadas a ellos, terminará por acercar a las masas a Dios.
En sí hay algo de verdad en esta pretensión. Hay que generar una cultura nueva, y esa cultura que debe impregnarlo todo, implica también todas las relaciones humanas, incluidas la diversión y el esparcimiento.
Pero hemos de admitir que, como método evangelizador, el riesgo de quedarse en ese estadio de diversión sana es alto, muy alto. No llevará a los jóvenes hacia Dios, si no hay dentro de ese grupo de jóvenes otros que ayuden a elevar la mirada, más allá de ese mundo de diversión. Y no llegará a nada más que a generar un buen ambiente, si esa propuesta no tiene ya en sí el germen de vida cristiana.
Porque, en definitiva, lo que se puede generar es que esos jóvenes atraídos por esa diversión sana acaben después buscando otras diversiones, sin haber cambiado de mentalidad. Y al final, en esto de organizar diversiones, hay quienes lo hacen mucho mejor que nosotros.
El camino que nos propone el P. Morales es poner la expectativa no en los medios, sino en el fin. Buscar que nuestras acciones tengan fruto, no éxito. Tener la cabeza, y el corazón, en su sitio, en Dios. Porque cuando Jesucristo está en el centro de la vida, todo se coloca en su lugar y cobra su importancia relativa.
Y a la vez, el padre Morales anima a poner en el corazón de los jóvenes, como máxima ilusión, el que sus compañeros de estudio o trabajo se acerquen a Jesucristo. Que el apostolado sea su mejor diversión, la aventura más apasionante, capaz de catapultar lo mejor de sus energías.
Porque si todos necesitamos nuestros desaguaderos, como repetía santa Teresa de Jesús a sus monjas, lo que no podemos consentir es que toda la vida se vaya por ese desaguadero de la diversión como objetivo central de la vida. ¡Solo hay una vida y merece la pena gastarla por algo grande, por el Evangelio!
Amplitud ecuménica en la mentalidad y en la acción
El quinto consejo es el de salir de las estrechas miras de nuestro grupo y elevar la mirada a la misión de la Iglesia universal. Esto no es fácil, porque tendemos al “capillismo”, a mirarnos el ombligo, a creer que nuestro movimiento es mejor que los demás, que en él está la salvación de la Iglesia.
La Iglesia es mucho más grande que nosotros mismos. Y el Espíritu suscita un sinfín de carismas para llevar la vida divina al mundo. Y a nosotros se nos pide ser militantes de la Iglesia católica, no de nuestro pequeño grupo.
Esa mentalidad ecuménica que el padre Morales vivió con intensidad en el postconcilio Vaticano II, debe ser ejercida dentro de la propia Iglesia católica. Necesitamos un ecumenismo entre los católicos. Hemos de aprender a valorar al hermano y a vivir su carisma como una gracia que enriquece a toda la Iglesia, un don que me pertenece. Quizás una de las aportaciones que nosotros podemos hacer desde este espíritu universal, es precisamente hacer familia entre los diferentes carismas y movimientos en nuestros ambientes. Unirnos en la misión compartida es hacer Iglesia.
Y esto, si cabe, todavía más en nuestro mundo actual en el que la Iglesia está en minoría en la sociedad, en el que todos palpamos nuestra debilidad. Hemos de aprender que nadie, ningún grupo o movimiento, tiene en sí las respuestas a todas las necesidades del mundo. Todos nos necesitamos y nos complementamos. Unos aportarán su capacidad de adorar, otros su entrega a los más necesitados, la llamada a la conversión o la creación de cultura. Cada uno es como una preciosa pieza en un mosaico. Si faltase una sola piedrecilla, el mosaico quedaría incompleto.
Primacía de la vida interior
El sexto y último consejo no podía ser otro que el de dar la primacía a la vida interior. Y muy en concreto, cultivar el cariño a la Virgen, el gran amor de este apóstol que fue Tomás Morales.
Frente a una acción que se puede descontrolar, Tomás sabe que la fuente de la que mana todo nuestro hacer es el encuentro personal con Jesucristo, el amor incondicional que él nos tiene. Un amor que cultivamos especialmente en la vida de sacramentos y en la oración íntima diaria. Se hace eco así de una sabiduría que comparte con todos los santos. Por eso, santa Teresa de Calcuta, cuando aumentaba el trabajo con los enfermos y moribundos, pedía a las hermanas incrementar la vida de oración. ¡Qué fácil es, si no se tiene el corazón en su sitio, despistarse! Empezamos a creer, sin darnos cuenta, que la oración nos quita tiempo de la urgencia de atender a los necesitados. Y acabamos dejando la fuente de la vida. Y nuestra alma acaba seca, marchita, muerta.
El último secreto para la movilización de los laicos está precisamente en este punto, en cultivar una vida interior intensa, anclada en un profundo amor a Jesucristo y a la Virgen, que nos haga desbordar de vida. Que convierta nuestro corazón en un manantial que salta a la vida eterna.
Delegado de enseñanzas en la Diócesis de Getafe desde el curso 2010-2011, ha ejercido con anterioridad este servicio en el Arzobispado de Pamplona y Tudela, durante siete años (2003-2009). En la actualidad compagina esta labor con su dedicación a la pastoral juvenil dirigiendo la Asociación Pública de Fieles 'Milicia de Santa María' y la asociación educativa 'VEN Y VERÁS. EDUCACIÓN', de la que es Presidente.