Hay temas que son recurrentes y parece que nunca desaparecen de los foros de discusión. Asuntos que toman más viveza en determinados momentos y se decaen en otros, pero que en los dos últimos siglos están presentes, sobre todo en nuestra vieja Europa. Quisiera hablar de un concepto que me parece clave para entender la organización de la vida política y social: el concepto de “laicidad”.
Bien es verdad que ese debate al que me refiero nos ha ayudado a ir puliendo e integrando determinados aspectos, pero en la actualidad encontramos matices, incluso interpretaciones de fondo, que hacen pensar que cuando hablamos de laicidad, no todos hablamos de lo mismo.
La laicidad comprende en sí misma libertad, respeto y tolerancia.
Entender bien el concepto de laicidad supone, al menos desde el punto de vista de la Iglesia católica, que se tenga en cuenta, se respete y se valore la pretensión del cristianismo, y por tanto de la misma Iglesia católica, de ser, también para la comunidad política democrática, una fuente y garantía de valores humanos fundamentales derivados de concebir al ser humano como “imagen y semejanza de Dios”.
Estado laico, no laicista
El Estado laico, evidentemente, no está obligado ni tampoco está en condiciones de reconocer tal pretensión como verdadera; pero tampoco puede considerar como un ataque o una negación de la laicidad del Estado tal pretensión y no puede obstaculizar que la Iglesia quiera y se empeñe -democráticamente- para que dicha pretensión tenga presencia, espacio público e influencia en la sociedad. Si los dirigentes estatales manifestaran fastidio, molestia o intento de suprimir esa presencia pública demostrarían que ya no es una laicidad positiva la que los impulsa sino un laicismo beligerante. Esa postura dejaría traslucir idolatría de la política y del Estado; sería como una nueva religión con apariencia de libertad.
Nada en el pensamiento y la conducta humana es neutro. Toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre, de la que saca sus referencias de juicio y su línea de conducta.
Si esa institución prescinde de la trascendencia se ve obligada a buscar en sí misma sus referencias y finalidades. Pero si esa institución rechazara, se cerrase completamente o no admitiera otros criterios sobre el hombre y su destino, podría caer fácilmente en un poder totalitario, como muestra la historia (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2244).
Nada en el pensamiento y la conducta humana es neutro. Toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión del hombre
La Iglesia católica pide a sus fieles laicos que trabajen para que la gestión política y social, mediante las leyes civiles y las estructuras de gobierno, sean conformes a la justicia y que, en la medida de lo posible, tales leyes y estructuras favorezcan, más que obstaculicen, la práctica de las virtudes humanas y cristianas; pero también la Iglesia pide a sus fieles laicos que distingan los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana; que traten de conciliarlos entre sí, teniendo presente que, en cualquier asunto temporal, deben guiarse por su conciencia cristiana (cfr. Lumen Gentium, n. 36).
Si el Concilio Vaticano II hace referencia a ese “esfuerzo de conciliación” quiere decir que van a encontrar dificultad; que el cristiano o la cristiana nunca va a estar plenamente a gusto con algunas de las leyes y estructuras de este mundo; pero también quiere decir que siempre se deben esforzar por mejorarlas, según su conciencia, intentando ejercitar su derecho democrático de influencia positiva y que el Estado laico debe, no solo respetar, sino favorecer positivamente dicho derecho facilitando su ejercicio, incluso mediante el reconocimiento de la objeción de conciencia.
Arzobispo de Mérida-Badajoz