Que fray Junípero Serra (1713-1784) sea el único español con estatua en el Capitolio de Washington (antes que hornacina en los altares) y que fuera el Papa Francisco quien el 23 de septiembre de 2015 inscribiese su nombre en el catálogo de los santos, es más que suficiente para limpiar el buen nombre de este ilustre fraile español contra cualquier obcecado y falaz activismo o ignorancia empeñado en espurio interés ajeno a la verdad histórica.
Miguel José Serra Ferrer nació en la villa de Petra (Mallorca), el 24 de noviembre de 1713, de padres campesinos. Y si de labios maternos conoció a Cristo, a la Virgen, el credo y las primeras oraciones, en el convento que los hijos de san Francisco de Asís tenemos en Petra aprendió los rudimentos de gramática y latinidad, que perfeccionó con los de humanidades en el convento de Palma de Mallorca. Cumplidos los dieciséis años ingresó novicio y el 16 de septiembre de 1731 hizo profesión de la Regla recibiendo, como señal de nueva vida, el nombre de Junípero, en memoria del ingenuo compañero de san Francisco. Dotado de las prendas e inteligencia necesarias, acabó doctorándose en Filosofía y Teología por la universidad luliana de Palma. Así, tras la ordenación de presbítero el año 1737, pudo dedicarse a la predicación y a la docencia, ocupando desde 1743 la cátedra de Scoto en la citada universidad.
Prendido en fray Junípero y otros compañeros de hábito —entre otros el de su primer biógrafo fray Francisco Palau—, el deseo de partir a Nueva España para dilatar la obra fundada por los Doce Apóstoles de Méjico gracias al empeño de Hernán Cortés, iniciaron los trámites preceptivos hasta obtener la licencia y reunir lo necesario para embarcar en Cádiz el 28 de agosto de 1749. Llegados al puerto de Veracruz, hicieron a pie el camino de Ciudad de México, donde arribaron el 1 de enero de 1750. Tras los cinco meses de formación misional en el colegio San Fernando de Propaganda Fidei, Junípero y siete compañeros fueron destinados a un terreno inhóspito de la Sierra Gorda de Querétaro habitado por aborígenes de la etnia pame, cuyas tradiciones y lengua sobreviven en nuestros días merced a la protección española. Como en la región ya había asentamientos dirigidos por dominicos y agustinos, los nuestros enfilaron a lo más ignoto del territorio, entre pueblos nómadas todavía sin iluminarlos la fe.
Allí permanecieron hasta 1758, año en que volvieron al colegio San Fernando a la espera de hacerse cargo de los pueblos al norte de río Grande, en Texas. Al no lograr este propósito, Palau regresó a Sierra Gorda mientras que Serra permaneció en México con oficio de Visitador de los frailes y misiones dependientes del citado colegio. Cuando el año 1767 los jesuitas fueron expulsados de España y de sus dominios en las Indias Occidentales, las misiones de la Baja California, árido territorio ocupado por pueblos predadores, fueron encomendadas a nuestros frailes del colegio San Fernando, y a ellas partieron Junípero y catorce frailes el 23 de marzo de 1768.
A la Alta California llegaron poco después, aunque fue preciso traspasar a los dominicos algunos enclaves peninsulares. Vino la ocasión cuando el visitador general José de Gálvez y Gallardo (1720-1787), en nombre de Carlos III, decidió establecer asentamientos por la costa del Pacífico, con la idea de conjurar el peligro de que los súbditos del zar de Rusia descendiesen desde Alaska por la costa hacia el sur y atacasen a los españoles y sus misiones o pusiesen en peligro la libre circulación del importante Galeón de Manila. A la serie de los llamados pueblos de españoles, garantía de las libertades no reconocidas a los indígenas ni por Rusia y por Inglaterra, fray Junípero y los nuestros fueron alternando asentamientos o reducciones de indios, a tenor de las leyes y métodos de evangelización y cultura usuales. Son las nueve célebres misiones del Camino Real, algunas de las cuales han dado a California y a los EE. UU. populosas ciudades, iniciadas en 1769 con la fundación de San Diego y otras más que plantó la Orden tras la muerte del andariego, penitente y esforzado mallorquín, acaecida en la misión de San Carlos Borromeo el 28 de agosto de 1784.
Los asentamientos de indios propiciados por Junípero nunca eran forzados ni tampoco el bautismo de aquellos seres, cuya ingenuidad y bondad siempre cantó; si bien, a la mentalidad de la época le parecieran brutales y horrorosas ciertas costumbres, usos y sacrificios que hoy, desconociéndolos, despachamos con el simple marbete de “la propia cultura”. Hacía más de un siglo que las leyes de la Corona española libraban al indio de la esclavitud y del maltrato o abuso, aunque a los delincuentes o rebeldes —los indígenas también protagonizaron ataques sonados y masacres—, serían juzgados y penados como cualquier súbdito de la Corona de ambas orillas del océano. Introducidos en el laboreo de la tierra (principalmente vitivinícola que da lustre a la California actual), el respeto a las leyes y a la vida social, la higiene y aseo personal o en los trabajos artesanales y cualquier signo de civilización, los nativos no fueron masacrados ni aniquilados por España.
Así lo defendió a principios del siglo pasado el humanista e historiador norteamericano Charles F. Lummis, asqueado de la ignorancia en que se sumía la historiografía de su país: “En cuanto a su comportamiento con los indígenas, hay que reconocer que los que resistieron a los españoles fueron tratados con muchísima menos crueldad que los que se hallaron en el camino de otros colonizadores europeos. Los españoles no exterminaron ninguna nación aborigen —como exterminaron docenas de ellas nuestros antepasados, los ingleses— y, además, cada primera y necesaria lección sangrienta iba seguida de una educación y cuidados humanitarios. Lo cierto es que la población india de las que fueron posesiones españolas en América es hoy mayor de la que era en tiempo de la conquista, y este asombroso contraste de condiciones y la lección que encierra respecto del contraste de los métodos, es la mejor contestación a los que han pervertido la historia” (Los exploradores españoles del siglo XVI, 2012, p. 27).
Conclusión a la que también llega el jurista y académico español Santiago Muñoz Machado, en Civilizar o exterminar a los bárbaros (Barcelona Crítica, 2019): “El método de integración y mestizaje español facilitó la implantación de los conocimientos e industrias europeas, la educación de la población y la conservación de sus idiomas y de aquellas costumbres que no chocaban con la doctrina católica. El método de los colonos ingleses conducía a que los indígenas fueran compelidos a abandonar sus tierras o, en caso de resistencia, a sufrir guerras de exterminio”.
Junípero —bajo el lema Siempre adelante, nunca atrás— dedicó, pues, su inteligencia y energía a inculcar la dignidad humana a los nativos de Querétaro y las dos Californias, mediante la doctrina evangélica, el progreso civilizador y la ejemplar vida de paciencia, humildad, pobreza y enormes sacrificios que consumieron su cuerpo. No dejó de enfrentarse a las autoridades civiles cuando entendía que su acción perjudicaba al inocente: ante ellas imploró piedad para los indios que había incendiado en 1775 la misión de san Diego, torturando y martirizando al padre Luis Jaime: «Por lo que respecta a los culpables, su ofensa debe ser perdonada después de someterlos a un castigo leve», dijo. «Al hacerlo así, ellos podrían ver que estamos poniendo en práctica la regla que les enseñamos: la de devolver bien por mal y la de perdonar a nuestros enemigos». Y por ellos, viejo y renqueante, anduvo miles de millas para leer ante la Audiencia la Representación sobre la conquista temporal y espiritual de la Baja California, precedente de la carta sobre los derechos de los indios, en la tradición de la Escuela de Salamanca.
Si el haberles arrancado del cieno de sus usos primarios e imperfectos, a veces criminales, los activistas actuales llaman genocidio cultural es que no estamos hablando el mismo lenguaje, ni midiendo con la misma vara de medir, ni razonando con método e inteligencia.
Licenciado en Historia Moderna