La última cena que Jesús compartió con sus apóstoles poco antes de ser torturado y ejecutado debe de ser uno de los banquetes más representados de la historia. Lo que sabemos de aquel encuentro reúne elementos muy sugerentes: los trece comensales, la institución de la eucaristía, la inminencia de la Pasión, la complicidad de Juan, la traición de Judas, la audacia un poco temeraria de Pedro, hasta el menú ensayado durante siglos por los judíos piadosos.
Muchos artistas se han inspirado en la escena evangélica para crear cuadros, sonetos, vidrieras, performances o sinfonías. Probablemente, todos eran o son conscientes de que allí ocurrió algo extraordinario, de que en aquella reunión de amigos Dios tuvo un protagonismo destacado, de que hizo algo insospechado por los hombres, por nosotros. Por eso los cristianos le damos tanta importancia.
Entre las representaciones más recientes resulta especialmente conmovedora la que de forma muy sutil compuso Juan Antonio Bayona para la escena final de La sociedad de la nieve. Los 16 supervivientes del Fairchild aún convalecen en un desbordado hospital chileno mientras sus familiares viajan emocionados desde Uruguay para reunirse con ellos después de 72 días. Están famélicos, aturdidos y felices. Se dejan lavar y conducir de un sitio a otro, uno sonríe agradecido a la joven religiosa que lo está curando, otro parece abismado en sus recuerdos mientras le van quitando las capas de ropa que le han permitido sobrevivir en la montaña, un tercero recibe radiante a su novia y a sus padres. Y cuando ya parece que las miradas luminosas de todos ellos van a dejar paso a los créditos, se reúnen sorpresivamente en una habitación, se sientan muy juntos en torno a las cuatro camas sumidas en la penumbra y despiden en silencio al espectador con ese elegantísimo homenaje —también ellos— a Leonardo da Vinci y, sobre todo, a la cena que otro grupo de amigos compartió hace dos mil años con el Hijo de Dios en la «sala grande» de una casa particular de Jerusalén.
No sé por qué Juan Antonio Bayona quiso terminar de ese modo su extraordinaria película, supongo que algo tendría que ver el relato que aparece en el libro La sociedad de la nieve sobre el momento en el que los jóvenes jugadores de rugby que habían sobrevivido al accidente inicial debaten la posibilidad de alimentarse con los cuerpos de sus compañeros muertos.
Pedro Algorta deshizo los prejuicios y la aprensión de casi todos los demás con una reflexión directamente emparentada con la Última Cena: «¿No es el sacramento de la comunión justamente eso, comer el cuerpo de Jesucristo para recibir a Dios y la vida eterna en nuestros corazones?». Años después, cuando recordaba aquel instante decisivo, lo resumió de forma emocionante: «Nuestros amigos habían muerto para que nosotros siguiéramos viviendo. Teníamos la obligación de alimentarnos de su carne. No era simple canibalismo, sino un acto de amor descomunal».
De eso se trata, justamente: de un acto de amor «descomunal». Jesús se estaba despidiendo de sus discípulos ante la pasión ya inminente, pero se «inventó» una forma insospechada de quedarse: la eucaristía. Lo hizo para darse del todo, para seguir estado cerca de nosotros, para estar accesible por los siglos de los siglos. Por eso se dice de la eucaristía que es un misterio de amor.
Hace unos meses, una sevillana de 16 o 17 años me contó que suele ir todos los domingos a misa con sus padres, y que también en la parroquia y en el colegio le aconsejan que lo haga, y que ella lo tiene como muy asumido, pero que en el fondo no sabe por qué la misa es tan importante.
—¿Qué ocurre en la Misa para que todo el mundo me recuerde que merece la pena ir? —quiso saber.
Podría haberle respondido de forma extensa y documentada, pero en aquel momento lo primero que se me ocurrió fue otra pregunta:
—¿Te imaginas que todos los domingos te invitaran a sumarte a la Última Cena?