La vemos a diario, o si no, al menos frecuentemente. Le rezamos y pedimos. Nos asombramos del Amor clavado, pero ¡qué lejos estamos, a veces, de abrazarla! de abrazar la cruz, de fundirnos en ese dolor sin explicación.
Quizás por eso, los cristianos somos los primeros que, al ver hecho realidad ese abrazo en uno de nuestros semejantes, nos conmovemos y nos sentimos pequeños, escasos en amor a la cruz, real, la que duele, la que atraviesa el pecho, las manos y los pies.
Conmocionada, como tantos otros, por el ejemplo de esa madre que abraza a quien, involuntariamente, ha adelantado la marcha al cielo de una hija. Como la Virgen al pie de la cruz, también ella abraza el dolor, el propio y el ajeno.
Leía en una red social la reflexión de otra mujer, otra madre, otra persona que lucha cada día en su vida de fe y que, ante este inmenso abrazo, se preguntaba de qué madera estaban hechos los cristianos, esa madre cristiana que abraza al dolor de su dolor. Y se respondía: “de la madera de la cruz”.
Como la madera, esa fuerza, esa entereza no viene de la noche a la mañana. Se ha ido regando, creciendo, fortaleciendo en cada nudo: en cada pequeña entrega, en cada oración ante lo incomprensible, en cada acto de generosidad inadvertida. De esa madera de la que participamos todos, regada por la sangre de Cristo, nace la aceptación ante un misterio ininteligible como la muerte “absurda” de una niña.
Y de esa madera, de esa Cruz que, a veces, preferimos mirar de lejos hemos de ser hoy, cada uno de nosotros los nuevos cirineos.
Directora de Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.