No me choca nada que el artículo más votado del documento final del sínodo sobre los jóvenes haya sido el referido a la familia, que “tiene la tarea de vivir la alegría del Evangelio en la vida cotidiana y compartir a sus miembros según su condición”.
Qué liberador pensar en un lugar donde nos quieren por nosotros mismos, en cuanto tales. Donde no hay que llevar el currículum ni nos tenemos que ganar el puesto en una competición. Esto es maravilloso, porque entonces podemos afirmar que efectivamente la familia es el fundamento del amor, la educación y la libertad.
Lo explica precioso el filósofo francés Fabrice Hadjajd cuando alerta del peligro de tratar a la familia como una realidad secundaria, de “fundamentar la familia en el amor, la educación y la libertad, porque no son factores para distinguirla de otras formas de comunidad”, porque una comunidad puede ser un lugar de amor, o un colegio es también, y mucho más profesional, un lugar de educación; o una empresa puede ser, incluso con soporte jurídico, un lugar donde se respeten las libertades. “Como consecuencia, considerar la familia solamente a partir del amor, de la educación, y de la liberta, fundamentarla en el bien del hijo en tanto que individuo, uno en tanto que hijo, y en los deberes de los padres en tanto que educadores y no en tanto que padres, es proponer una familia que ya está desfamiliarizada”.
A esta definición hay que añadir dos experiencias de los padres cuando nacen nuestros hijos o cuando les acogemos.
La primera es la alegría ante ese don recibido e inmerecido, que supera nuestras expectativas.
La segunda, retos nuevos para los que no estamos bien preparados, una inadecuación enorme, una incapacidad respecto de la tarea, que viene con el tiempo subrayada por nuestra torpeza y nuestro mal. Chesterton lo explicaba de maravilla con ese ejemplo de la madre que recibe al hijo en casa después de una buena sesión de juego fuera un día lluvioso. El hijo está embarrado hasta la coronilla, y la madre lo lava, porque sabe que delante de sí no tiene solo el fango, sino que debajo de esa suciedad está su hijo. Porque la educación tiene más que ver con la ontología que con la ética, con la naturaleza de la relación filial.
Pero este artículo 72 del Sínodo tiene un segundo párrafo que recuerda a la familia la lógica vocacional en la familia. Es un párrafo duro, porque nos pone delante de nuestra debilidad y de nuestra tentación “a determinar las elecciones de los niños” invadiendo el espacio de discernimiento. La vida de santidad es una historia personal con Dios, personal e intransferible.
No se trata de imitar a los santos al pie de la letra, porque eso será imposible. No se dan las circunstancias exactas y además el Señor solo sabe contar hasta uno. Es reconocer que nuestra conversión debe conquistarse continuamente poniéndose a merced de nuestra experiencia humana única.
Además, ese camino es totalizante, no solo será aplicable a algunos compartimentos estancos de nuestra vida, y es universal porque afecta a todos los demás. No le da igual a mi prójimo mi vida de santidad.
En esto me acuerdo de una expresión veneciana que el escritor Claudio Magris explicaba una vez en un artículo: “far casetta”, decía, “tengo familia” que representa esta falsa y pequeña armonía familiar basada en el rechazo a los otros: “Y entonces la familia puede convertirse verdaderamente en un Teatro del Mundo y del universo humano: cuando, jugando con los hermanos y amándoles, damos el primer y fundamental paso hacia una fraternidad mayor, que sin la familia no habríamos aprendido a sentir tan vivamente”.
De este modo, la lectura del citado artículo 72, “La historia evangélica del adolescente Jesús (ver Lc 2, 41-52), sujeta a sus padres, pero capaz de separarse de ellos para cuidar las cosas del Padre”, nos encuadra en un reto vital, y aunque se nos ponga un nudo en la garganta, entenderemos que la familia es llevar de la mano por la jungla del mundo, que sigue apoyando a nuestros hijos incluso cuando ya no nos aferren físicamente.
Editor de CEU Ediciones. Universidad CEU San Pablo