La corrupción no tiene límites ni condición, tampoco ideologías. Así queda demostrado con los millonarios sobornos, coimas y dobles pagos de la trasnacional brasileña Odebrecht, a cambio de llevarse los grandes contratos de obras públicas en una decena de países de América Latina.
Un caso sin precedentes que evidencia la globalización de la trampa, en la que participan políticos y gobiernos de diversas tendencias, y también empresarios, banqueros y publicistas. Mientras las investigaciones avanzan, crece también la indignación ciudadana, que exige drásticas leyes para detener y castigar a los corruptos: nada les detiene, porque para ellos “hecha la ley, hecha la trampa”.
La condena y reclamo contra la corrupción en los gobiernos se debe extender al sector privado que, como en el caso Odebrecht, evidencia la relación entre las necesidades públicas y el ofrecimiento de los privados. Una relación en la que se descubren entramados de gran envergadura, y que al final se deben enfocar en el deterioro individual, en la falta de valores y respeto de las personas que dirigen y deciden.
Como en el tema de las drogas, la corrupción también se combate con prevención, sanción y penalización. Dos males parecidos que comprometen en esencia la formación humana, el carácter y la conciencia social de cada persona. Así como el coqueteo con las drogas puede comenzar con la marihuana, el coqueteo con la corrupción nace con la trampa en la escuela, las mentiras en casa, la doblez con los amigos y el cinismo en el juego.
Es comprensible que algo falla cuando en la familia, la escuela o en el entorno de amigos nadie corrige, nadie orienta o simplemente se observa al mentiroso y ventajoso como un niño o joven avispado, o incluso listillo para los desafíos de este mundo cambiante. Algo tiene que fallar cuando no se transmiten principios de vida con el buen ejemplo de los padres, profesores y adultos.
Tal vez por todo esto, el Papa Francisco define la corrupción como “un mal más grande que el pecado” y como “un proceso de muerte”, algo indigno que doblega la voluntad al “dios dinero, al dios bienestar y al dios explotación”. Un mundo de tinieblas del cual sólo se sale, según Francisco, con el servicio sincero y transparente a los demás.