Quisiera iniciar este nuevo curso invitándoos a meditar sobre la fe. La Carta a los Hebreos define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve» (Hb 11,1). A continuación, nos presenta como ejemplos de fe a «nuestros mayores»: Abel, Henoc, Noé; sobre todo, nos presenta a Abraham y a Sara, a Isaac y Jacob, a Moisés, a Josué, a Gedeón (….), a David, a Samuel y los profetas. En la fe murieron todos ellos sin haber conseguido el objeto de la promesa.
¿Y cuál es la promesa? La promesa es nuestro Señor Jesucristo. En Él conocemos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados; cuál la riqueza de la gloria otorgada por Él en herencia a los santos (cf. Ef 1, 16-19).
Nuestra fe en Jesucristo no es un acto de conocimiento puramente natural; no es una conclusión meramente racional que se pueda deducir de premisas científicas, históricas, filosóficas…
Nuestra fe no es ciertamente irracional, pero no es tampoco puramente racional; si fuera puramente racional estaría exclusivamente reservada a los inteligentes, a los “listos”, a los que estudian…
En la fe intervine el entendimiento, pero también la voluntad, que es siempre atraída por el bien y, más aún, por el supremo bien, que es Dios. Nuestra razón ve a Cristo como hombre al cual se puede creer (Jn 8, 46); ninguno le ha podido acusar de pecado (Jn 8,46); hace milagros que atestiguan la verdad de lo que dice (cf Jn 3,2) y nuestra voluntad, sentimientos, afectos son atraídos por su veracidad, por su bondad, por su afabilidad… Toda su persona es tremendamente atrayente hasta el punto que «el mundo se va tras Él» (Jn 12,19).
Sin embargo, todo ello no es suficiente para el acto de fe. Poder hacer la confesión de san Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) es gracia, es don de Dios, no es fruto de nuestra razón ni de nuestra voluntad. Y ese grandísimo don de Dios nos viene en la Iglesia y por la Iglesia; y en la Iglesia, a través de la sucesión apostólica. «Por la sucesión apostólica queda el tiempo muerto; en la predicación apostólica no hay ayer, un mañana; sólo hoy» (K. Adam).
En la religión cristiana la persona misma del Fundador es el objeto de la fe, es el fondo integro de la fe. A diferencia de las demás religiones, en que la imagen del fundador palidece y se desdibuja con el tiempo, en la religión cristiana la fe siempre se dirige directamente a Jesús vivo.
La Iglesia siempre confiesa: “Yo misma he visto a Jesús; yo misma lo he oído y lo oigo predicar; yo lo veo resucitado; trato con Él como una persona viva y actual”.
Por eso los Evangelios son letra viva; si no fuera por la Iglesia, Cuerpo vivo de Cristo, los Evangelios serían letra muerta. «Sin la Escritura, se nos privaría de la forma genuina de los discursos de Jesús; no sabríamos cómo habló el Hijo de Dios, pero, sin la tradición (apostólica) no sabríamos quién era el que hablaba y nuestro gozo por lo que decía desaparecería igualmente» (Mohler).
Cuando un moribundo en la Iglesia reza con fe: “Jesús confío en Ti” palpita en su corazón y en sus labios la misma confesión de Pedro: «Tu eres el Cristo; el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16) y la de Esteban: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Hch 7,56).
Ese moribundo o moribunda mirará al sacerdote, que probablemente tiene delante y el sacerdote al obispo y el obispo al Colegio episcopal y a su Cabeza, el sucesor de Pedro en Roma. Por la sucesión apostólica, Cristo está tan cerca de nosotros como lo estuvo de Pedro. ¡Es pura actualidad!