Nuestra sociedad nos exige ser eficientes. Entonces, al escuchar la llamada evangélica a dar mucho fruto, pensamos que se trata de ser productivos. Y confundimos la vida comunitaria con el trabajo en equipo, esperando alcanzar un funcionamiento impecable. Luego, cuando los resultados no son los esperados, nos acecha el desánimo.
Sin embargo, Jesús nos ha venido a hablar de otro tema, de su vida en la Trinidad, una comunidad de amor. Es importante ser eficaces, pero sin olvidar que la clave está en tratarnos con afecto. La comunidad se construye con lazos personales, estableciendo vínculos, en definitiva, cultivando la comunión.
“Mirad cómo se aman” es la consigna del Evangelio para que el mundo crea. La primera comunidad cristiana gozaba de la simpatía del pueblo, por eso resultaba tan atractiva. Claro que había milagros y era fundamental la predicación del kerigma, pero seguramente la gente se sentía interpelada al ver cómo se relacionaban.
Todos tenemos miedo a la soledad. Un miedo que, en el fondo, expresa la nostalgia que sentimos de Dios, nuestro Padre, el único que calma nuestra sed de afecto. La comunidad es un bálsamo para esta inquietud interior. El afecto infinito de Dios por cada uno de nosotros se encarna en los rostros concretos de nuestra comunidad cercana. A través del trato franco de los hermanos, muchas veces inscrito en los pequeños detalles, nos sentimos amados por Dios, pero, sobre todo, capaces de amar y responder a nuestra vocación. En ocasiones, obsesionados por la imagen, por ser eficientes y productivos, nos olvidamos de lo importante: del amor.
La Iglesia nos ofrece muchas oportunidades para vivir comunitariamente: la familia, la parroquia, la escuela, la comunidad religiosa, el grupo de apostolado o el equipo comprometido en una acción social. Es importante dar mucho fruto, que el grupo funcione, pero esto se nos dará por añadidura. Necesitamos compartir la vida con personas que nos hagan sentir amados, respetados, valorados y cuidados. Y, a su vez, para convertirnos de verdad y librarnos de las ataduras de nuestros egoísmos, no podemos estar solos haciendo esfuerzos en vano. Claro está que no todo es idílico. En la convivencia vamos tomando consciencia de nuestros límites. Las relaciones son un reto constante que nos hace salir de nuestras preocupaciones para abrirnos a los problemas de los demás. Son, en definitiva, un espacio de conversión.
A veces la comunidad es como el desierto donde Jesús fue conducido por el Espíritu para ser tentado. En efecto, se producen roces. Los cristianos no estamos a salvo de las murmuraciones, los juicios y los chascarrillos. Son el veneno de la vida comunitaria. Escandalizados, podemos replegarnos y pensar que solos estamos mejor. Pero sin los otros poco podemos hacer. La comunidad es la escuela donde el Señor nos enseña a amar.
La vida cristiana nos exige el examen de consciencia, la plena transparencia, para no engañarnos. La vida comunitaria también, pero la recompensa es enorme. Participamos, a pesar de nuestros defectos y debilidades, de la vida de la Trinidad. Somos un eco de la eternidad, aún sin ser perfectos.
Entonces tenemos ganas de estar juntos, de celebrar nuestras alegrías, de apoyarnos en nuestras penas, de compartir lo que tenemos y lo que somos. Y la gente percibe algo especial. Llama la atención. Quieren participar en esta fiesta que es la fe. Entonces, la comunidad se convierte en algo provocativo, en un auténtico agente evangelizador porque vive el Evangelio y lo transmite.
Obispo Auxiliar de Barcelona y Vicario General. En su ministerio sacerdotal ha combinado la labor parroquial con la pastoral catequética y educativa. En la Conferencia Episcopal Tarraconense es Presidente del Secretariado Interdiocesano de Catequesis, y en la Conferencia Episcopal Española es miembro de la Comisión Episcopal de Evangelización, Catequesis y Catecumenado.