–«¡No te duermas! Aguanta un poco, Cheikh, ya están llegando».
La voz de la muchacha sonaba a la vez dulce y enérgica en aquel cayuco a la deriva, en la oscuridad de la noche.
Me recordaba a la de mi hermana Fatou cuando me despertaba por las mañanas para ir al colegio. Llegaba tarde a menudo, pero ella no permitió que faltara un solo día. «La escuela es nuestra salvación –me repetía–. No sabes lo afortunados que somos. Que las misioneras hayan abierto una escuela a solo media hora de camino de nuestra casa es una suerte que no podemos desaprovechar».
Mi pobre hermanita Fatou, ¡cuánto me quería! Se hizo cargo de mí cuando murió mamá y procuró que no me faltara de nada vendiendo pescado en el mercado. La mataron a machetazos los mismos que destruyeron luego la escuela y quemaron nuestras casas. Luego vino la sequía, el abuso de las compañías que acapararon el negocio de la pesca, la bajada del precio del oro por parte de los contrabandistas que hacía insostenible el trabajo en la mina…
Lo intenté todo para sobrevivir y ahora me veo aquí, perdido en mitad del océano, cayendo en la trampa de la muerte en mi intento de huir de ella. Después de 20 días en esta pestilente barca, sin agua y sin víveres, casi todos han muerto. Y yo estoy a punto de hacerlo. De hecho, estoy deseando que termine esta tortura.
–«¡Cheikh, espabila, que ya vienen! –me volvió a gritar la chica–. Ánimo, hay mucha gente rezando por ti.
Con mucho esfuerzo –cuando se está deshidratado, hasta mover las pestañas se parece a un ejercicio de halterofilia–, pude abrir los ojos y verla. ¡Qué sorpresa me llevé! No era tan joven como parecía por su voz y tenía un niño en brazos. Estaba agitada, nerviosa. No hacía más que mirar al horizonte con preocupación. No me sonaba que hubiera embarcado con nosotros y, además, su aspecto no era el de quien acaba de pasar más de dos semanas sin comer ni beber; pero la cara del niño sí me resultaba familiar…
El cansancio me vencía y, cuando estaba a punto de volver a cerrar los ojos, el pequeño se me acercó y tocó con su mano mis labios. Un torrente de agua fresca pareció correr de repente por mi garganta, mis labios y mi lengua seca como una suela de zapato, a la vez que un resplandor me los quitó de la vista.
El destello resultó provenir del potente foco del buque de salvamento marítimo que acababa de encontrarnos. Varios miembros de la tripulación bajaron a comprobar el estado de mis compañeros, me subieron a bordo y confirmaron que era el único superviviente. ¿Qué habría pasado con aquella madre y el niño? Los había tenido a mi lado hacía solo unos minutos.
Ya en el hospital, pregunté a través del intérprete por aquella extraña pareja que me ayudó a resistir. Nadie sabía darme explicación. Una doctora me dijo que es normal sufrir alucinaciones en el estado en el que estaba; pero uno de los enfermeros, se sacó una especie de estampa que llevaba colgada al cuello con una imagen de una mujer y su hijo. «Es un escapulario de la Virgen del Carmen –me dijo–. Es la patrona de las gentes del mar que la invocan en los momentos de peligro. Quizá fue ella quien te salvó».
Yo no sé si fue real o fue un sueño, pero sí sé que, desde entonces, cada noche me acuerdo de quienes pueden estar sufriendo en medio de una travesía como la mía. Recuerdo cuando la chica del mar me animó diciéndome que había mucha gente rezando por mí, y me uno yo también a ese clamor a la vez que le doy gracias con las palabras que me enseñó el enfermero y que fueron las primeras que aprendí en español, cantándole: ¡Salve, Estrella de los Mares!
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.