Como es sabido, nació Juana en el transcurso de la guerra de los Cien años, entre Francia e Inglaterra, en 1412, en el pequeño pueblo de Domrémy, perteneciente a la provincia de Armagnac, leal al Delfín francés Carlos, en contraste con los pueblos vecinos de Maxey, partidarios de los ingleses y de sus aliados borgoñones. Estos últimos, olvidándose de sus raíces, aspiraban a ser independientes de Francia.
Las angustias que sufrieron los franceses a causa de la guerra fueron también vividas por ella ya que, en su juventud, en su pueblo natal se padeció el terror de los borgoñones y de diversas partidas de bandidos.
Como campesina, pronto se hizo a los duros trabajos propios de su ambiente rural. Sin más instrucción que la cristiana elemental, propia de aquellas gentes sencillas, sabía tejer e hilar; también sabía montar a caballo y lo hacía en las carreras de su pueblo.
Cuando tenía doce años oyó, junto a la iglesia, una voz acompañada de un resplandor, que le dijo que frecuentara más la casa de Dios, que fuera virtuosa y que confiara en la protección del Cielo.
Cuando tenía diecisiete o dieciocho años, en 1428, aquellas voces, que atribuyó al arcángel san Miguel, acompañado por santa Catalina y santa Margarita, se hicieron más imperativas («¡Abandona tu pueblo, hija de Dios, y corre a Francia! ¡Toma tu estandarte y levántalo valerosamente¡ ¡Tú conducirás al Delfín a Reims, para que allí sea dignamente consagrado! ¡Tú librarás a Francia de los ingleses!») y decidió obedecerlas, dando lugar así a su increíble aventura.
Salvar el reino de Francia no parecía entonces tuviera ninguna posibilidad de realizarse. La lucha entre Francia e Inglaterra llevaba más de noventa años de duración. Sólo cinco años antes, los dos últimos importantes ejércitos al servicio del Delfín habían sido destrozados. Ninguna intervención humana parecía posible. El mismo Papa Martín V, además de hallarse ya próximo a su muerte, estaba ocupado en poner un poco de orden en la Iglesia dividida por el cisma.
Sin embargo, aquella pobre joven pudo atraer a su misión, en primer lugar, a un valeroso oficial real, que había empezado por reírse de la pastora, y terminó por entregarle su espada, su caballo y su escolta. Cuando llegó a Chinon, localidad donde se había refugiado el Delfín, reconoció a éste, que había ocultado su condición, colocándose disimuladamente entre sus cortesanos. Y, tras ser examinada, en Poitiers, por una comisión de sacerdotes y doctores, comenzó su epopeya militar: el 8 de mayo de 1429 penetró en la cercada Orleáns, y, después de obligar a los sitiadores a levantar el sitio, entró en la ciudad con unas tropas hasta entonces acostumbradas a continuas derrotas. Después, en unas semanas, se realizó la limpieza del valle del Loira, logró la victoria de Patay -el 18 de junio- y tuvo lugar la marcha sobre Reims, a través de una región controlada por los ingleses. El 17 de julio tuvo lugar, en la basílica de Reims, la consagración del Delfín que le convertiría en rey de Francia.
El 24 de mayo de 1430 fue capturada, en Compiègne, por los borgoñones, que la vendieron a los ingleses por 10.000 escudos de oro. Los ingleses escogieron como juez principal a Pedro Chaucon, obispo de Beauvais, hombre títere de los borgoñones y mortal enemigo del partido real. A la prisionera le negaron los servicios de un abogado. Como la actitud de Juana ganó admiración y simpatía entre los presentes, el juicio se siguió a puerta cerrada dentro de la prisión. Fue condenada como hereje y entregada al poder civil que la condenó a ser quemada viva.
En el proceso, que duró de febrero a mayo de 1430, existía una voluntad previa de condenar a la acusada, mostrando que las voces por ella escuchadas eran diabólicas desacreditando con ello al nuevo rey Carlos VII.
Un historiador de la Iglesia -Daniel Rops-, valora así el patriotismo de Juana de Arco: En Dios ama a Francia, como los santos han amado en Dios a pobres y pecadores; y precisamente la ama porque la ve mísera, desgarrada, pecadora, y la ha amado con un amor de redención. Nada había en ese amor de orgulloso ni agresivo, nunca ha hablado de ir a conquistar Inglaterra, ni de imponer a nadie su dominación. Jamás ha pensado que, al hacer lo que hacía, llenaba de gloria a su patria y que sus proezas le darían derecho a mandar a los demás. Combatía por el reino de justicia de Dios y no por otra causa: ¿Dios odia a los ingleses?, le preguntarán, tendiéndole una trampa. De ningún modo. Los ama tanto como a cualquier otro pueblo, pero en su tierra, de acuerdo con la equidad, y no cuando atentan contra las libertades de los demás. Juana no combatía tanto a los ingleses cuanto a la injusticia. Ninguna heroína en el campo de batalla se mostró nunca tan tierna y fraternal con sus propios enemigos.
Otro historiador –José A. Dunney– dijo que, cuando empuñó la espada, Francia era una nación derrotada; pero, antes de morir, mártir de la verdad, Juana rescató a su patria bienamada de las garras del invasor y la salvó del cisma. Si los franceses hubieran sido vencidos, se habrían unido al vencedor, Inglaterra, y luego la casa herética Tudor habría encontrado apoyo en los hugonotes franceses para extirpar la influencia de la Iglesia.
Cuando el 30 de mayo de 1431 subió a la hoguera en la plaza del mercado viejo de Rouen proclamó hasta el fin su fidelidad al Papa, al que dirigió su última llamada.
Cuatro años después del martirio de Juana, Francia y Borgoña se reconciliaron por el Tratado de Arras; al año siguiente, París cayó en manos de los borgoñones y, poco después, los ingleses cruzaron el canal regresando a su patria.
Fue canonizada en 1920, siendo Papa Benedicto XV.