En mis años misioneros en el Perú, la siembra estuvo siempre rodeada de lágrimas. ¡Cómo lo sabe el campesino que abre, con sudor, los surcos en la tierra y coloca la simiente con cuidado para defenderla de los vientos adversos! No fue fácil el anuncio del evangelio de Cristo -nunca ha sido fácil el trabajo en la misión-, porque debía abarcar ¡tantos aspectos!: salud, educación, catequesis, atención a los niños, cuidado esmerado de la mujer marginada, protección a los enfermos, defensa de unas tierras, de unas comunidades, de unas personas que parecían haber perdido el derecho a la dignidad humana que todos tenemos…
En el fondo de nuestros corazones, reconozco nuestra y nuestras limitaciones. Hubiéramos podido hacer más, mitigar el hambre, la enfermedad, la muerte de aquellos que se acercaban, que vivían al lado de nosotros, que sufrían en las noches calladas de sus vidas un dolor que apenas pudimos descubrir.
El 27 de diciembre de 1978 inauguramos y bendijimos el nuevo cementerio “San Martín de Porres” en Puerto Maldonado. El panteón viejo había quedado pequeño. Justo un año después, sentí la curiosidad de visitar el cementerio. Tengo grabada en mi mente la imagen de un verdadero bosque de cruces. Quedé abrumado al contar las cruces blancas cuyas tumbas guardaban delicadamente los restos de los niños: 376 cruces blancas; ¡en sólo un año, y en una población pequeña! Contabilicé también las cruces negras, de adultos: eran 92. Esa desmesurada desigualdad me llegó al alma. Hoy, al recorrer mis años por el territorio del Vicariato que el Señor me encomendó, siento una especie de remordimiento. Tal vez si hubiéramos puesto más empeño, si hubiéramos sido mejores sacerdotes, si hubiera calado con mayor intensidad, en nuestros sentimientos personales y comunitarios, la vida de aquellos preciosos niños, ellos no hubieran muerto y seguirían alegrando nuestras vidas.
Reconozco que pudimos hacer más en los amplios campos que la vida pastoral nos brindaba. Debimos, con frecuencia, haber hablado más y callado menos, sobre todo ante los problemas angustiosos de nuestros pobladores. El aroma de la flor del naranjo, que cada año invadía nuestras vidas en la selva, se diluía raudo, con el viento; las palabras, no. Perdimos ocasiones hermosas: en los aspectos diarios de la vida de los fieles, de los religiosos, de los laicos. Eran sus vidas, nuestras vidas, las vidas de nuestros pueblos. Hoy, ante Dios, creo que, quizás, si hubieran tenido un buen pastor, los logros habrían sido más satisfactorios. A veces pienso que hemos estado a punto de morir de sed cuando habíamos llegado ya a la fuente de agua cristalina.
Los que sembraban entre lágrimas… Jesús de Nazaret había anunciado a sus discípulos la tristeza que les esperaba con su pasión y muerte. Una vez iniciado el cataclismo de la pasión, ellos se lamentaban porque veían cómo prendían a Cristo, cómo lo vejaban, lo llevaban a un juicio inicuo, lo condenaban y lo crucificaban. Ellos observaron cómo, para rematar la enorme injusticia, uno de los soldados introducía la lanza en su costado buscando el debilitado corazón de Jesús. Hubo, aquel viernes, muchas lágrimas ocultas y silenciosas de los que contemplaban el final del Maestro, Señor de la Vida. No se merecía haber terminado de esa forma. La siembra seguía su curso: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Y el Maestro fue delante, y su cuerpo enterrado, para resucitar con fuerza inusitada ante la mirada atónita de sus discípulos. Y aquellos hombres, fueron unos colosos de la siembra entre lágrimas.
El campo misionero está rodeado de una cerca ingente de espinas. Es difícil trasladarse por esos caminos sinuosos; es difícil la vida en la tierra misionera. A todos los misioneros y misioneras nos ha tocado trabajar, penar, sufrir. Lo hacíamos con entusiasmo porque creímos que un día cambiaría la suerte de nuestros hermanos marginados. En esta vida no hay éxito sin trabajo duro, no hay avances sin esfuerzo sacrificado. Y nosotros elegimos una ruta difícil, caminando por senderos increíbles, esforzándonos en buscar recursos, poniendo como garantía nuestra propia salud, trabajando con sentido de honradez misionera, mirando con fe el hontanar que un día podríamos encontrar para aplacar la sed de vida que estaba en posesión de los débiles. Nuestras vidas fueron campos extensos donde debíamos sembrar entre lágrimas. Y fuimos sembrando esperanzas, eternidad, ilusión por la cosecha, cantos de fiesta, alegría anticipada. Sembramos soñando con la cosecha, muchas veces, con lágrimas en los ojos y en el corazón, porque para poder cantar con gozo verdadero es necesario llorar. Pero sentíamos pasión. Cuando comenzaba a llover en nuestra selva, todo se llenaba del verde olor de los retoños. Llegaba la marea de nubes, se echaban sobre el manto verde y transformaba los colores en mensajeros de paz y sosiego. De ello fuimos muchas veces testigos. Por todo lo que sufrimos y vivimos, doy gracias a Dios.
Obispo Emérito de Puerto Maldonado (Perú)