Algunas de las informaciones que llegan a la opinión pública sobre la Iglesia trasmiten una visión problemática sobre la misma, cuando no abiertamente negativa: abusos, disonancia con lo que hoy pide la sociedad, la cultura moderna, las tendencias actuales y los estilos de vida.
Desde esa perspectiva, la Iglesia y el cristianismo, en general, aparecen como un estorbo, un entorpecimiento al “progreso”. Es normal que los cristianos notemos ese ambiente social, cultural, que intenta ocultar, solapar o pasar indiferente ante la fe cristiana.
Ello ni nos debe asustar, ni nos debe inquietar o impresionar, ni mucho menos nos debe llevar a ocultar nuestra fe. Con sencillez, sin perder la calma, hemos de vivir conforme a lo que creemos en todos los ambientes en los que se desenvuelve nuestra vida de cristianas, de cristianos. El Señor ya nos advirtió que habría oposición, que la fe cristiana no sería aceptada siempre con paz. Lo que no puede suceder es que nos achiquemos, nos llenemos de complejos u ocultemos nuestro ser discípulos de Cristo.
Se ataca, por ejemplo, el celibato o la doctrina cristiana sobre la sexualidad humana o el protagonismo de la mujer en la Iglesia, pero en el fondo lo que está en juego y lo que se ataca es la fe cristiana. Quien juzga la Iglesia desde fuera, como una institución humana más, sin fe en Cristo, la considerará siempre como “atrasada”, no acorde con los tiempos, en definitiva, un estorbo para el goce del cuerpo y de la vida.
Estamos a las puertas de la Semana Santa y la Iglesia proclamará de nuevo la Cruz de Cristo como fuente de salvación, de felicidad y de vida. He ahí la paradoja del cristianismo. Quien hace opción por la fuerza de su deseo, autónomo e individualista, como único camino de felicidad, no necesitará a Dios ni ninguna redención, ni mediación alguna entre Dios y el hombre. Pero esa opción, llevada al extremo, deja al hombre solo, sometido a su deseo, que al final es “su dios”. Para quien hace esa opción sobra Cristo, sobra la Iglesia y sobra el sacerdocio, porque queda anulado el valor eterno de la persona.