Abordar hoy de la presencia de la mujer en la vida de la Iglesia, así como de los modos y grados de su participación en las tareas de gobierno, no es simplemente cuestión de sintonía con las prioridades de la mentalidad general. Al contrario, es una cuestión abierta desde hace tiempo, que tanto el Papa Francisco como el Sínodo en curso han querido que figure en primer plano también en el contexto eclesial.
Lo que no sería adecuado es analizarla de acuerdo con premisas puramente humanas, o análogas a las que rigen el orden civil. Sería tan reduccionista como pretender sin más una “sustitución” del varón por la mujer en el desempeño de determinadas tareas. Lo mismo sucedería si se limitara esta reflexión al acceso o no al sacramento del orden, reservado por Jesucristo mismo a los varones: no ayudaría a resolver las cuestiones que, cada día, la vida de la Iglesia plantea en el mundo.
Es adecuado reconocer que en no pocas ocasiones las mujeres en la Iglesia han sido miradas con luces de corto alcance, confinando su papel a un nivel secundario o subsidiario; puede haber sucedido por una manera de hacer más o menos inconsciente, o también como expresión de una concepción incompleta o incluso negativamente paternalista. Al mismo tiempo, ocurre también que entre algunas mujeres dentro de la Iglesia han calado más los parámetros políticos que los propiamente eclesiales, haciendo de una petición justa -la de una consideración igualitaria de la mujer en términos de responsabilidad- una lucha ideologizada, en la que la petición del acceso al sacramento del orden sacerdotal emerge de manera continua.
Son interesantes, en este ámbito, las reflexiones y experiencias de diversas mujeres que, en distintos ámbitos de trabajo -las mil formas de la vida corriente, la comprensión de la responsabilidad de cada uno en la misión común, el servicio en instituciones de la Iglesia, también en las vaticanas, la familia, la docencia, las iniciativas rurales- dan a entender la enorme riqueza que ese “genio femenino” del que hablaba san Juan Pablo II y que aportan a la Iglesia, día a día, millones de mujeres en todo el mundo.
La Iglesia no se entiende sin la mujer, y no se entiende sin el varón. La misma complementariedad de ambos -que muestran características de su mismo Creador- es la que ha de guiar una relación de igualdad y respeto que, con un trabajo continuo, será la única manera de llevar a cabo la misión que a todos, hombres y mujeres, ha sido encomendada.
Por eso, abordar esta diversificada y preciada presencia de la mujer en la Iglesia constituye un trabajo siempre actual y necesario, de la mano del cual van emergiendo cuestiones fundamentales para la vida de todo católico, como la vocación y misión de los laicos, la comprensión del ministerio como servicio, la dignidad inviolable e infinita de todo ser humano, la riqueza de la diversidad de los dones, así como la necesidad de superar esquemas y estructuras puramente humanos para adentrarse en el misterio de la Iglesia.