Tras el «Daos fraternalmente la paz» nadie, absolutamente nadie, apretó la mano del vecino de banco. Y las dos personas a las que le extendí la mía la rechazaron devolviéndome un gentil saludo oriental. No sé usted, pero yo veo el peligro de una vida cristiana contactless.
Ciertamente no era la eucaristía parroquial del domingo, sino una de esas misas en día laborable, en un templo céntrico, a primera hora de la mañana, en la que los fieles no se suelen conocer.
Llegan justo a la hora de inicio, se sientan alejados unos de otros y salen luego corriendo para llegar a tiempo a sus trabajos en las oficinas y comercios cercanos, por lo que se entiende que no haya confianza, pero la popularización de la reverencia ha adquirido rasgos de pandemia, nunca mejor dicho, desde la del Covid. Pronto, en vez de «la paz contigo», diremos «namasté».
La llamada a minimizar el contacto durante esta catástrofe mundial estuvo más que justificada, pero, pasado el tiempo, la motivación higiénica se vuelve una excusa que esconde, en mi opinión, algo más profundo, una sutil forma de fe individualista que sitúa a quien la practica en las antípodas de la fe cristiana.
El misterio de la Encarnación rompió la barrera entre Dios y los hombres. Jesús es Dios que toca y que se deja tocar. Durante su vida pública, afeó los escrúpulos de los fariseos y su miedo a quedar impuros por el contacto físico y, con su muerte en la cruz y el consiguiente rasgado del velo del templo, dio a entender también el fin de la separación cultual entre los hombres y «lo santo».
Hace apenas unas semanas hemos recuperado las lecturas dominicales del Tiempo Ordinario que, en el ciclo B en el que estamos, corresponden al evangelista Marcos. Es un evangelio este que nos presenta a un Jesús bastante «tocón», si me permiten la expresión.
Lo vemos coger de la mano a la suegra de Pedro y a la hija de Jairo, tocar la piel enferma del leproso y la lengua atrofiada del sordomudo, abrazar a los niños, tomarlos en brazos, imponerles las manos y pedir que los dejen acercarse a él.
También lo vemos apretujado entre el gentío o en una casa llena de gente y hasta dejarse besar por Judas en Getsemaní, lo que indicaba que era una forma de saludo habitual.
La cumbre del deseo de Jesús por entrar en contacto físico con sus discípulos de todos los tiempos la tenemos en la institución de la Eucaristía, donde no solo nos invitó a tocarlo, sino a comérnoslo realmente (esa es nuestra fe).
No somos espíritus circunstancialmente corpóreos, sino una unidad de cuerpo y alma; y, en la Iglesia, miembros del único cuerpo de Cristo, del que él es la cabeza. Por eso, no solo la Eucaristía hace presente esta intimidad con el sentido del tacto, sino también el resto de sacramentos.
Así pues, en el Bautismo vemos la signación en la frente, la unción en el pecho y en la cabeza, la imposición de manos o el rito del «effetá» en la boca y en los oídos; en la ordenación, el obispo impone las manos al futuro presbítero y le unge las suyas con el santo crisma; en la Confirmación, vemos también la imposición de manos y la unción, además de signos como la mano del padrino sobre el hombro del confirmando o el abrazo o el beso de la paz del obispo.
En la confesión, podemos ver al sacerdote poner una o dos manos sobre la cabeza del penitente durante la absolución; en la unción de enfermos, el ministro aplica el óleo en la frente y las manos del fiel; y en el matrimonio, los contrayentes estrechan sus manos, se ponen el anillo el uno al otro y se dan el beso de la paz (y hasta aquí puedo leer porque luego hay que consumarlo).
En todos estos «signos visibles de una realidad invisible», como se define la palabra sacramento, se hace explícita la acción de Dios que lava, cura, alimenta, fortifica, une, crea, bendice, perdona, transmite su poder, acoge… En definitiva, ama, porque una fe sin obras, una acción espiritual sin correspondencia corporal, es una fe muerta.
No somos ángeles, sino seres humanos hechos a imagen y semejanza de Dios, de carne y hueso, la misma que resucitará transformada y que nos acompañará eternamente ¿Por qué la rechazamos dejándonos llevar por tradiciones alejadas de lo que nos enseñó Jesucristo?
Cuando nuestro espiritualismo desencarnado se hace más doloroso es cuando rechazamos a los preferidos del Señor, los pobres, los enfermos, los ancianos, los migrantes… Con ellos, nos advierte el papa Francisco, «podemos tener compasión, pero generalmente no los tocamos.
Le ofrecemos la moneda, pero evitamos tocar la mano y la tiramos ahí. ¡Y olvidamos que esto es el cuerpo de Cristo! Jesús nos enseña a no tener temor de tocar al pobre y al excluido, porque Él está en ellos. Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía y hacer que nos preocupemos por su condición. Tocar a los excluidos».
En un mundo desvinculado, individualista e inhumano como el nuestro, frente a la popularización del contactless, la Iglesia será sacramento de salvación mientras sea capaz de ser signo visible de una comunidad de verdaderos hermanos que, como tales, no tienen miedo a agarrarse de la mano.
Los creyentes en Dios Trinidad, un Dios que es comunidad de personas en íntima relación, hemos de tener claro que nadie se salva solo, sino de la mano de otro. Sí, de la del que tiene justo al lado.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.